domingo, 21 de febrero de 2010

Anatomía de un instante. (2)


A finales de 1989, cuando la carrera política de Adolfo Suárez tocaba a su fin, Hans Magnus Enzemberg celebró en un ensayo el nacimiento de una nueva clase de héroes: los héroes de la retirada. Según Enzemberg, frente al héroe clásico, que es el héroe del triunfo y la conquista, las dictaduras del siglo XX han alumbrado el héroe moderno, que es el héroe de la renuncia, el derribo y el desmontaje: el primero es un idealista de principios nítidos e inamovibles; el segundo, un dudoso profesional del apaño y la negociación, el primero alcanza su plenitud imponiendo sus posiciones, el segundo, abandonándolas, socavándose a sí mismo. Por eso el héroe de la retirada no es sólo un héroe político: también es un héroe moral. Tres ejemplos de esta figura novísima aducía Enzensberger: uno era Mijaíl Gorbachov, que por aquellas fechas trataba de desmontar la Unión Soviética; otro, Wojciech Jaruzelski, que en 1981 había impedido la invasión soviética de Polonia; otro, Adolfo Suárez, que había desmontado el fraquismo.

viernes, 5 de febrero de 2010

Anatomía de un instante

A partir de hoy os iré poniendo esbozos de "Anatomía de un instante", el último libro de Javier Cercas con el 23-F de protagonista.



¿Cómo se me ocurrió escribir una ficción sobre el 23 de febrero? ¿Cómo se me ocurrió escribir una novela sobre una neurosis, sobre una paranoia, sobre una novela colectiva?
No hay novelista que no haya experimentado alguna vez la sensación presuntuosa de que la realidad le está reclamando una novela, de que no es él quien busca una novela, sino una novela quien lo está buscando a él. Yo la experimenté el 23 de febrero del 2006. Poco antes de esa fecha un diario italiano me había pedido que contara en un artículo mis recuerdos del golpe de estado. Accedí; escribí un artículo donde conté tres cosas: la primera es que yo había sido un héroe; la segunda es que yo no había sido un héroe; la tercera es que nadie había sido un héroe. Yo había sido un héroe porque aquella tarde, después de enterarme por mi madre de que un grupo de guardias civiles había interrumpido con las armas la sesión de investidura del nuevo presidente del gobierno, había salido de estampida hacia la universidad con la imaginación de mis dieciocho años hirviendo de escenas revolucionarias de una ciudad en armas, alborotada de manifestantes contrarios al golpe y erizada de barricadas en cada esquina; yo no había sido un héroe porque la verdad es que no había salido de estampida hacia la universidad con el propósito intrépido de sumarme a la defensa de la democracia frente a los militares rebeldes, sino con el propósito libidinoso de localizar a una compañera de curso de la que estaba enamorado como un verraco y tal vez de aprovechar aquellas horas románticas o que a mí me parecían románticas para conquistarla; nadie había sido un héroe porque, cuando aquella tarde llegué a la universidad, no encontré a nadie en ella excepto a mi compañera y a dos estudiantes más, tan mansos como desorientados. Nadie en la universidad donde estudiaba -ni en aquella ni en ninguna otra universidad- hizo el más mínimo gesto de oponerse al golpe; nadie en la ciudad donde vivía -ni en aquella ni en ninguna otra ciudad- se echó a la calle para enfrentarse a los militares rebeldes: salvo un puñado de personas que demostraron estar dispuestas a jugarse el tipo por defender la democracia, el país entero se metió en su casa a esperar que el golpe fracasase. O que triunfase.

jueves, 4 de febrero de 2010

Ciclismo


Jon Juaristi en ABC


EL viceconsejero de Interior del Gobierno vasco cuantifica en un millar largo los hechos disruptivos protagonizados por la izquierda abertzale en lo que llevamos de fiestas veraniegas. Como faltan unas cuantas antes de cerrar el ciclo, es posible que la cifra final sufra incrementos.
«Creemos dos, mil, muchos Vietnam», predicaba el Che Guevara antes de que los soldaditos bolivianos cortaran por la brava su aventura equinoccial y andina. Pues bien, los datos ofrecidos por el viceconsejero no son para tomarlos a choteo, pero tampoco conviene exagerar su importancia. Los sanantolines de Plencia, por poner un ejemplo, no dan ni para media ofensiva del Teth. Si acaso, se prestan a desagradables estropicios en el mobilario urbano. En cuanto a la desaforada actividad de la horda, la explica muy bien un viejo chiste vasco. El del aldeano que, reo de poligamia, desplegaba con racial laconismo su sistema ante un juez intrigado por el hecho de que se hubiera arreglado estupendamente con catorce esposas repartidas por diversos concejos del Duranguesado: «La bisicleta, pues». En la Bilbao de mis mocedades circulaba una variante en clave nacionalista. Durante un recorrido clandestino por las provincias vascas a finales de los cuarenta, unos parlamentarios ingleses, invitados por el entonces ilegal y perseguido PNV, pudieron ver en las cumbres de todos y cada uno de los montes de Euskadi, como si del toro de Osborne se tratara, la silueta de un gudari que los saludaba marcialmente, con las armas en perfecto estado de revista. La proeza se atribuye, incluso hoy mismo, a un solo militante del partido, el legendario Rezola, que pudo llevarla a cabo sin otro equipo que una bicicleta y una escopeta damasquinada, ambas de factura eibarresa.
Las dos historias gozaron de verosimilitud en tiempos ya lejanos, cuando una sana dieta a base de lentejas, alubia pinta y sidra de Hernani lograba producir esforzados ciclistas de cepa rural que coronaban los puertos sobre primitivas bicicletas con llantas de esparto. Ahora, y aunque las bicicletas son para el verano, nadie se atreve a usarlas en las carreteras vascongadas, atestadas de borrachos durante toda la temporada vacacional. Sin embargo, no es un misterio que las escuadras abertzales parezcan ubicuas. El territorio a cubrir es reducido, y los radicales cuentan con los abundantes recursos que la posmodernidad pone a su alcance, tales como autobuses climatizados, telefonillos celulares con tarifa plana y, sobre todo, calimocho barato, un brebaje a base de cocacola y vino tinto que constituye el principal fundamento de la cultura popular vasca del siglo veintiuno.
Pero, como la ubicuidad no es un don que se les haya concedido, los abertzales necesitan meter muchas horas extraordinarias para fingir que las cosas siguen igual que antes. En vano. El ciclo, ya que hablamos de ciclismo, ha cambiado. El nacionalismo ha perdido la iniciativa. Medio fascinados y medio aturdidos, los vascos en general y los nacionalistas vascos, en particular, se hallan exclusivamente atentos a los movimientos del gobierno de Pachi y su mariachi, pendientes de cada nueva trastada que el lehendakari socialista vaya a sacarse de la manga para desmantelar el contubernio hasta ayer dominante. La banda y sus adictos no innovan. Siguen con sus inveteradas bestalidades. El gobierno vasco debe aprovechar la ventaja que le da su creatividad. El anuncio, por ejemplo, de que va a prohibir, en las fiestas del verano que viene, todos los chiringuitos de las comparsas favorables a ETA, no es gran cosa, pero ha bastado para despertar en el personal ansiedades de bolero.