martes, 20 de julio de 2010

Anatomía de un instante. (5)


Igual que el gesto de Adolfo Suárez permaneciendo sentado en su escaño mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo, el gesto del general Gutiérrez Mellado enfrentándose furiosamente a los militares golpistas es un gesto de coraje, un gesto de gracia, un gesto de rebeldía, un gesto soberano de libertad. Tal vez sea también, por así decir, un gesto póstumo, el gesto de un hombre que sabe que va a morir o que ya está muerto, porque, con la excepción de Adolfo Suárez, desde el inicio de la democracia nadie había acaparado tanto odio militar como el general Gutiérrez Mellado, quien apenas se desató el tiroteo quizá sintió como casi todos los presentes que sólo podía saldarse con una masacre y que, suponiendo que él la sobreviviera, los golpistas no tardarían en eliminarlo. No creo que sea, en cambio, un gesto histriónico: aunque desde hacía cinco años ejerciese la política, el general Gutiérrez Mellado nunca fue esencialmente un político; fue siempre un militar, y por eso, porque siempre fue un militar, su gesto de aquella tarde fue también de algún modo un gesto lógico, obligado casi fatal: Gutiérrez Mellado era el único militar presente en el hemiciclo y, como cualquier militar, llevaba en los genes el imperativo de la disciplina y no podía tolerar que unos militares se insubordinaran contra él. No anoto esto último para rebajar el mérito del general: lo hago sólo para tratar de precisar el significado del gesto.

Anatomía de un instante. (4)


Eso fue todo. O eso es todo lo que sabemos, porque en aquella época los dirigentes del PSOE discutieron a menudo el papel que el ejército podía desempeñar en situaciones de emergencia como la que según ellos atravesaba el país, lo que no dejaba de ser una forma de señalizar la pista de aterrizaje de la intervención militar. En todo caso, la larga charla de sobremesa entre Enrique Múgica y el general Armada y una buena coartada para que en los meses previos al golpe el antiguo secretario del Rey insinuara o declarara aquí y allá que los socialistas participarían de grado en un gobierno unitario presidido por él o incluso que le estaban animando a formarlo, y para que en la misma noche del 23 de febrero, agitando de nuevo la banderola de la aquiescencia del PSOE, tratara de imponer por la fuerza ese gobierno. Todo esto no significa desde luego que durante el otoño y el invierno de 1980 los socialistas conspiraran en favor de un golpe militar contra la democracia; significa sólo que una fuerte dosis de aturullamiento irresponsable provocada por la comezón del poder les llevó a apurar hasta lo temerario el asedio al presidente legítimo del país y que, creyendo maniobrar contra Adolfo Suárez acabaron maniobrando sin saberlo en favor de los enemigos de la democracia.