martes, 28 de junio de 2011

Anatomía de un instante. (14)


Suárez lo sabía. Sabía que el Rey ya no estaba con él. Mejor dicho: lo sabía pero no quería admitir que lo sabía, o al menos no quiso admitirlo hasta que ya no le quedó más remedio que admitirlo. En el otoño de 1980 Suárez sabía que el Rey lo consideraba el principal responsable de la crisis y que albergaba serias dudas sobre su capacidad para resolverla, pero no sabía (o no quería admitir que sabía) que el Rey abominaba de él cada vez que hablaba con un político, con un militar o con un empresario; Suárez también sabía que su relación con el Rey era mala, pero no sabía (o no quería admitir que sabía) que el Rey había perdido la confianza en él y que exhortaba a que sus adversarios lo echasen del poder. Finalmente el 24 de diciembre a Suárez ya no le quedó más remedio que admitir que sabía lo que sabía en realidad desde hacía varios meses. Aquella noche la televisión emitió el discurso navideño del Rey; casi siempre ha sido un discurso ornamental, pero en aquella ocasión no lo fue (y, como si quisiera subrayar que no lo era, el monarca apareció ante las cámaras solo y no acompañado por su familia, como había hecho hasta entonces). La política, dijo entre otras cosas el Rey aquella noche, debe ser considerada "como un medio para conseguir un fin y no como un fin en sí mismo". "Esforcémonos en proteger y consolidar lo esencial -dijo-, si no queremos exponernos a quedarnos sin base ni ocasión para ejercer lo accesorio." "Al recapitular hoy sobre nuestras conductas -dijo-, que examinemos nuestro comportamiento en el ámbito de responsabilidad que a cada uno es propio, sin la evsasión que siempre supone buscar culpas ajenas." "Quiero invitar a reflexionar a los que tienen en sus manos la gobernación del país -recalcó-. Han de poner la defensa de la democracia y del bien común por encima de sus limitados y transitorios intereses personales, de grupo o de partido." Ésas fueron algunas de las frases que el Rey pronunció en su dicurso, y es imposible que Suárez no sintiera que estaban dirigidas a él; también, que no las interpretara como lo que probablemente eran. Una acusación de aferrarse al poder como un fin en sí mismo, de proteger lo accesorio, que era su cargo de presidente, por encima de los esencial, que era la monarquía,una acusación de comportarse irresponsablemente buscando culpables a sus propias culpas y poniendo su transitorio y limitado interés por encima del bien común, una forma pública y confidencial, en fin de pedirle que dimitiera.

Anatomía de un instante. (13)


No ignoraba que para muchos la moción debía llevar a la presidencia a un general al frente de un gobierno de coalición o concentración o unidad, no ignoraba que el Rey miraba con buenos ojos o barajaba seriamente la maniobra, o que por lo menos permitía que algunos creyesen que la miraba con buenos ojos o la barajaba seriamente, no ignoraba que el militar más verosímil con que llevarla a cabo era Alfonso Armada, y que a pesar de que él se opusiera a ello el Rey estaba haciendo lo posible por traerse a su antiguo secretario a Madrid como segundo jefe de Estado Mayor del ejército. Todo esto sin duda le pareció peligroso para su futuro, pero -porque suponía poner a prueba los engranajes flamantes del juego democrático involucrando al ejército en una operación que abría las puertas de la política a unos militares reacios a comulgar con el sistema de libertades, si no impacientes por destruirlo- también le pareció peligroso para el futuro de la democracia: Suárez conocía sus normas y, aunque no se manejase bien con ellas, había inventado el juego o consideraba que había inventado el juego y no estaba dispuesto a permitir que se malograse, por la sencilla razón de que él era su inventor. Para evitar el riesgo de que se malograse el juego dimitió.

Anatomía de un instante. (12)


Personalmente solo y exhausto, personalmente perdido en un laberinto de autocompasión, de hartazgo y de desengaño, hacia noviembre de 1980 Suárez empezó a pensar en dimitir. Si no lo hacía era porque lo arrastraba la inercia o el instinto del poder y porque era un político puro y un político puro no abandona el poder. Lo echan, también, quizá, porque en los momentos de euforia que punteaban su abatimiento un resto de coraje y de orgullo le persuadía de que, aunque nada de lo que hiciera en adelante podía superar lo que ya había hecho, sólo él podía arreglar lo que él mismo había malogrado. En aquellos días buscaba alivio y estímulo en los viajes al extranjero, donde su predicamento de hacedor de la democracia española continuaba todavía intacto, en el curso de uno de ellos, tras asistir a la toma de posesión del primer ministro peruano Belaúnde Terry en Lima, Suárez concedió a la periodista Josefina Martínez una de sus últimas entrevistas como presidente, y el resultado de esa charla fue un texto tan negro, tan amargo y tan sincero -tan lleno de lamentos por la ingratitud, la incomprensión y las ofensas e insultos personales de que se sentía objeto- que sus asesores impidieron que se publicara. "Yo suelo decir que me he empeñado en un combate de boxeo en el que no estoy dispuesto a pegar un solo golpe -le dijo Suárez a la periodista aquel día-. Quiero ganar el combate en el quince round por agotamiento del contrario... ¡Así que debo tener una gran capacidad de aguante!" es falso que no diera un solo golpe (los dio, sólo que ya no tenía fuerzas para seguir dándolos), pero es verdad que tenía una gran capacidad de aguante, y sobre todo es verdad que así es como él se vio muchas veces en el otoño y el invierno de 1980: en el centro del ring, tambaleándose y ciego de sangre,de sudor y de párpados hinchados, con los brazos muertos a lo largo del cuerpo, resollando entre el griterío del público y el calor de los focos, anhelando en secreto el golpe definitivo.

Anatomía de un instante. (11)


Desde el verano de 1980 Suárez vivió prácticamente enclaustrado en la Moncloa, protegido por su familia y por exiguo puñado de colaboradores. Parecía afectado por una extraña parálisis, o por una forma difusa de miedo, o quizá era vértigo, como si en algún momento de lucidez masoqusita hubiese comprendido que no era más que un farsante y se hubiese propuesto a toda costa evitar el contacto social por temor a que lo desenmascarasen, y a la vez como si temiera que un oscuro anhelo de inmolación lo estuviera impulsando a terminar él mismo con la farsa. Se pasaba horas y horas encerrado en su despacho leyendo informes relativos al terrorismo, al ejército, a la policía económica o internacional, pero luego era incapaz de tomar decisiones sobre esos asuntos o simplemente de reunirse con los ministros que debían tomarlas. No acudía al parlamento, no concedía entrevistas, apenas se dejaba ver en público y más de una vez no quiso o no pudo presidir de principio a fin las reuniones del consejo de ministros, ni siquiera encontró ánimos para asistir a los funerales de tres miembros vascos de su partido asesinados por ETA, ni a los de cuarenta y ocho niños y tres adultos que a finales de octubre murieron a causa de una explosión accidental de gas propano en un colegio del país Vasco. Su salud física no era mala, pero sí su salud anímica. No hay duda de que en torno a él sólo veía una oscuridad de ingratitudes, traiciones y desprecios, y de que interpretaba cualquier ataque a su trabajo como un ataque a su persona, cosa que quizá sepa atribuir de nuevo a sus dificultades para adaptarse a la democracia. Nunca acabó de entender que en la política de una democracia la política es un teatro y nadie puede actuar en un teatro sin fingir lo que no siente, por supuesto, él era un político puro y, como tal, un actor consumado, pero su problema era que fingía con tanta convicción que acababa sintiendo lo que fingía, lo que le llevaba a confundir la realidad con su representación y las críticas políticas con las personales.

Anatomía de un instante. (10)


Aunque el secreto no se hizo público hasta un año después, en septiembre de 1979, cuando estaba en la cima de su poder y su prestigio, Suárez era ya íntimamente un político acabado. Antes apunté una razón de su súbito hundimiento: Suárez, que había sabido hacer lo más difícil -desmontar el franquismo y construir una democracia-. Era incapaz de hacer lo más fácil -administrar la democracia que había construido-; matizo ahora; para Suárez lo más difícil era lo más fácil y aunque no había creado el franquismo, Suárez había crecido en él, conocía a la perfección sus reglas y las manejaba con maestría (por eso pudo terminar con el franquismo fingiendo que solo cambiaba sus reglas); en cambio, aunque había creado la democracia y establecido sus reglas, Suárez se manejaba en ella con dificultad, porque sus hábitos, su talento y su temperamento no estaban hechos para lo que había construido, sino para lo que había destruido. Ésa fue al mismo tiempo su tragedia y su grandeza. La de un hombre que consciente o inconscientemente trabaja no para fortalecer sus posiciones, sino, por recurrir de nuevo al término de Enzensberger, para socavarlas. Como no sabía usar las reglas de la democracia y sólo sabía ejercer el poder como se ejerce en una dictadura, ignoraba al Parlamento, ignoraba a sus ministros, ignoraba a su partido. En el nuevo juego que había creado sus virtudes se convirtieron rápidamente en defectos -su desparpajo se convirtió en ignorancia, su osadía en temeridad, su aplomo en frialdad-, y el resultado fue que en muy poco tiempo Suárez dejó de ser el político brillante y resuelto que había sido durante sus primeros años de gobierno.