martes, 20 de diciembre de 2011

Feliz Cumpleaños


Loquillo en el Periódico de Catalunya

El 28 de diciembre de 1958, un par de chavales entraron en los estudios de Radio Barcelona para cambiar la historia de la música popular en España. Bautizados como El Dúo Dinámico por un locutor que prefirió traducir el nombre original al castellano, la cultura pop-rock daba sus primeros pasos en un país en construcción, una cultura que daría a los jóvenes una identidad hasta entonces inexistente. Barcelona fue la ciudad española donde el rock and roll y la cultura pop se asentaron con más fuerza.
Los Pájaros Locos fue la primera banda en grabar, en 1959. Luego vendrían Los Sirex, Los Munstang, Alex y los Finders, Lone Star, Los Salvajes, Gatos Negros, Cheyenes, entre otros. Todos ellos escribieron las mejores páginas del rock y pop cantado en castellano en tiempos de censura y represión. Su actitud y pose hicieron que los sonidos y tendencias venidos de fuera de nuestras fronteras tuvieran un eco inmediato.
Al mismo tiempo, y a la sombra de la canción francesa y la música folk, otros jóvenes reivindicaban la cultura catalana humillada y pisoteada después de la guerra civil, abanderando con el tiempo un antifranquismo militante que empezaba a alzar la voz en la calle. Se hacían llamar Els setze jutges.
Si tomamos como referencia el primer disco sencillo de Raimon, grabado en 1963, podemos situar las dos corrientes en el tiempo. Leo sorprendido en algunos medios que la Nova Cançó celebra su 50° aniversario. Me pregunto por qué la cultura oficial sigue con su manía persecutoria, esto es, la de reescribir la historia a su antojo, dando a unos artistas la categoría de santones y a otros, en cambio, negándoles el pan y la sal como si su aportación al cambio de un país no hubiera sido importante.
Es sabido que la Administración catalana ignora lo que no se ajusta a su idea de cultura del país. No entraré en discusiones. Me interesa la música, y ellos sufren sordera cultural grave. Un servidor ha cantado con Los Sirex, Los Salvajes y Lone Star, versionado a Llach, participado en homenajes a Serrat y colaborado con Pi de la Serra y Maria del Mar Bonet. Unos y otros me merecen el mismo respeto. Al final, ¿van a tener razón aquellos que dicen que se discrimina a los artistas que utilizan el castellano en Catalunya?

El miedo otra vez


Fernando García de Cortázar en ABC.

Hay unas palabras de Paul Valéry que me impresionan mucho y que, ahora, cuando reaccionamos ante la crisis económica mundial tapándonos la cara con ambas manos, igual que ante un descomunal puñetazo, no dejo de recordar: «La horrible facilidad de destruir». Ésta es quizá la lección más valiosa que podemos extraer de la historia: que el desarrollo, el progreso, la cultura... son cosas frágiles, que pueden perderse o destruirse con facilidad. No hay nada más repetido a lo largo de los siglos que el lamento pronunciado por Próspero en «La Tempestad», penúltima obra de Shakespeare:
«No he acertado a ver la vil conspiración del bruto Calibán contra la vida».
A quienes sigan creyendo que con el final de la Guerra Fría se han terminado todos los problemas, que cualquier conflicto se resuelve con una buena dosis de amable diálogo, que los avances tecnológicos traen, inevitablemente, el progreso humano, que la historia es una línea recta hacia la tierra prometida de la racionalidad y la prosperidad, habría que recordarles que vivimos alumbrados por un sinfín de mundos extinguidos.
No hay nada ganado firmemente. En los días de Augusto y Trajano, Roma tenía una población de más de un millón de habitantes y albergaba veintinueve bibliotecas públicas. A mediados del siglo V, después de las invasiones bárbaras, la ciudad del Tíber apenas contaba con treinta mil habitantes, muchos edificios estaban en ruinas, no había fondos para financiar las bibliotecas ni gente que las usara. Algo similar puede decirse de China, que durante siglos fue la civilización más refinada y avanzada del mundo. Los chinos inventaron el papel, la pólvora, la imprenta de tipos de madera, la porcelana o la idea de someter a pruebas escritas a los funcionarios públicos. Marco Polo abunda en maravillas al describir aquel Oriente de sedas, palacios y poetas. Pero después de la Edad Media, China se encerró en sí misma, orgullosa de su propia imagen, permitiendo, sin saberlo, que Occidente la rebasara y dejara cada vez más y más atrás.
Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito, tomándolos de la historia antigua y de la contemporánea, sin que dejen de resonar en nuestras mentes, como entre paredes desnudas, las palabras de Paul Valery: ¡esa horrible facilidad de destruir!
Volvamos los ojos, por ejemplo, al Renacimiento, cuando el mundo se apareció a los artistas, poetas y eruditos como un nuevo paraíso, y encontró eco el grito jubiloso «Vivir es un placer». A ese grato optimismo del espíritu sucedió, ya en el siglo XVI, la barbarie sin igual de las guerras de religión. La época de Rafael y Miguel Ángel, de Leonardo da Vinci, Vives, Moro y Erasmo retrocedió hasta cometer los mismos crímenes atroces que Atila, Gengis Khan o Tamerlán.
La última vez que el mundo pasó por un periodo de soberbias ilusiones fue entre 1895 y 1914, los años previos a la Primera Guerra Mundial. En Europa y Estados Unidos se pensaba entonces que Occidente estaba en el umbral de una era sin precedentes, una fantasía de paz y prosperidad indefinidas. Nadie, en 1914, podía imaginar que estaba a punto de comenzar una apocalipsis de muerte y destrucción como no se había conocido nunca, que «la vil conspiración del bruto Calibán» iba a tragarse millones y millones de vidas, imperios, generaciones enteras. Nadie, en 1920, podía imaginar que la época narrada por Scott Fitzgerald, el fulgor del dinero y los neones publicitarios de las ciudades norteamericanas, una luz casi sonora, pues brillaba en las pistas de baile o tintineaba en el oro y las pulseras de las mujeres, daría paso al ruido y la ira de los personajes de John Steinbeck: es decir, que la euforia económica de los años veinte saltaría en pedazos tras el crack del 29.
Tenemos una gran memoria para olvidar. Ahora, que vivimos bajo el «shock» de la crisis económica mundial, nos damos cuenta de que nos hemos adentrado en el siglo XXI provistos de medias verdades, encerrados en un racionalismo provinciano e idiota, inmersos en la dulzona y gelatinosa materia de un tiempo sin peso en la realidad, sin huella en el pasado, sin alcance en el futuro.
El nuestro, se insistía, siempre con frases prefabricadas, era un mundo nuevo, un mundo de promesas y oportunidades. El pasado, y en especial, el siglo XX, con sus guerras y terremotos económicos, no tenían nada de interés que enseñarnos. Todo eso había quedado atrás, su significado estaba claro, y podíamos avanzar hacia una era nueva y mejor.
Se hablaba, por supuesto, a ciegas, expresando un deseo más que una realidad: el triunfo de Occidente, el final de la historia, el ineludible avance de la globalización y del libre mercado... Ilusiones. Falsas esperanzas. Ahora, mientras los análisis y las predicciones fracasan en cadena, algunos advierten que si los planes del G-20 para combatir el desplome no van bien, habrá furia social, populismo radical, de derechas o izquierdas.
Eso mismo es lo que pasó tras la gran depresión de 1929. Lo que en la Europa de entreguerras, zarandeada por una economía en crisis y enquistados conflictos políticos, arruinó tantas democracias. Entre ellas, la República de Weimar, cuyo hundimiento nos recuerda que la democracia es siempre un objeto delicado, y nos advierte sobre la ineptitud y temeridad de quienes, aun cargados de buenas intenciones, debieron ser más precavidos en sus juicios y comportamientos.
El final de la República de Weimar, con las plazas gritando y vitoreando a Hitler, nos parece extraño y aterrador. Pero ahora, que empezamos a comprender lo fácil que es destruir la seguridad sobre la que descansamos, no me parece del todo inútil recordar aquel periodo. Weimar es una muestra de los peligros que pueden aparecer en un mundo patas arriba, cuando no hay consenso social ni político en ninguna de las cuestiones fundamentales.
«Lo único de lo que estábamos seguros es de que no había nada seguro», decía Ernst Jünger al revivir aquellos agitados años. Precisamente, esa atenazada sensación de inseguridad, así como el temor que dominó la vida política entre 1914 y 1945, eran algo que, en buena medida, los gobiernos europeos habían conseguido borrar del viejo Continente. Hasta ahora. Pues como en las películas donde el monstruo nunca muere del todo, el miedo ha resurgido con una virulencia insospechada: miedo a la incontrolable velocidad de la crisis, a perder el empleo, a quedar atrás en una distribución cada vez más desigual de la riqueza, miedo, sobre todo, a que quienes se hallan en el Gobierno, a que los sonrientes líderes del G20, no tengan, en realidad, ninguna idea de qué está ocurriendo ni de las soluciones efectivas para frenar la recesión.
A pesar de que se ha dicho que los acuerdos de Londres marcan el primer día de la recuperación, no hay razón para creer que la actual crisis global llegue a tocar fondo al final del 2009, como frívolamente ha vaticinado Zapatero. El caleidoscopio de la economía no deja de girar. Cada vuelta es una sorpresa. Y cada vuelta altera el punto de vista de nuestros políticos, que ya se han visto obligados a rectificar sus pomposos comunicados en varias ocasiones. Una cosa es cierta. Los ciudadanos buscan seguridad por encima de todo. Cuando el mundo de la política no les da respuesta, puede producirse el caso de que se alejen de la política, dando la espalda a la democracia. Y la historia del siglo pasado nos ha enseñado que resulta tan fácil destruir. ¡Tan terriblemente fácil!

Buhoneros de la felicidad


Félix de Azúa en El Periódico de Catalunya


Hará más de 60 años que los humanos topamos con un enigma rotundo. En 10 años los pueblos más civilizados, cultos y ricos del planeta asesinaron a millones de sus compatriotas. Se suele decir que los alemanes liquidaron a seis millones de judíos. Esa es la versión alemana. Lo cierto es que asesinaron a seis millones de alemanes, polacos, húngaros, con la ayuda de los gobiernos francés, italiano, holandés y así sucesivamente. Los pueblos más avanzados del planeta demostraron que ni la riqueza, ni la cultura, ni la civilización son garantía de humanidad. Ni mucho menos de sensatez.
La resaca fue considerable. Incontables ciudadanos contrajeron una repugnancia invencible hacia los vendedores de esperanza, fueran estos patriotas, sacerdotes, comunistas, psiquiatras o economistas. El desvío hacia Oriente, además
de una frivolidad, fue consecuencia de la dificultad de creer en la esperanza occidental. ¿Qué podías
esperar? Las mejores cabezas trataron con ahínco de que nadie se llevara a engaño, sobre todo los estudiantes, masa frágil y maleable. La llamada "filosofía de la sospecha" quiso dar armas de resistencia contra el canto estupefaciente de los tenores y las sopranos políticas y mediáticas. Aparecieron publicaciones destinadas a revelar las mentiras de los diarios optimistas, es decir, corruptos. La televisión era el entierro de la sardina, el espejo de la farsa gubernamental, la esclavitud moral, el analfabeto ufano de serlo.
Han pasado los años. Ya no puedes escuchar al crítico respetable sin tener que apagar la radio por el estruendo publicitario. Imposible ver la tele sin espantarse ante la masacre. Los diarios respiran publicidad, lo que da a esas empresas un poder parejo al del Estado o las finanzas, si acaso difieren. No hay político que no venda nuestro futuro, ni futuro sin traje regional. Sucias mentiras vestidas para la boda. El escéptico ve un mundo en ruinas, poblado por cadáveres joviales.
Por lo menos ahora ya sabe quién gano la guerra: los mayoristas de la droga beata, los gimnastas de la genuflexión divertida.

martes, 13 de diciembre de 2011

Anatomía de un instante. (23)


Fernando Claudín -uno de los amigos y colaboradores más estrechos de Carrillo durante casi treinta años de militancia comunista- escribió lo siguiente sobre el eterno secretario general: "Carecía de los mínimos conocimientos de derecho político y constitucional, y no hizo nungún esfuerzo por adquirir algunos. Tampoco era su fuerte la economía, la sociología u otras materias que le permitiesen opinar con conocimiento de causa en la mayor parte de los debates parlamentarios (...) su única especialidad era "la política en general", que suele traducirse en hablar de todo un poco sin profundizar en nada, y la maquinaria del partido, en la que, desde luego, nadie podía disputarle la competencia. Como siempre le había sucedido, no era capaz de encontrar tiempo para el estudio, absorbido siempre por reuniones de partido, entrevistas, coniliábulos, actos de representación y demás actividades de análogo tipo. La férrea voluntad que mostraba para otros menesteres, en especial para conservar el poder dentro del partido y para abrirse paso hacia él en el Estado, le faltaba por desgracia para adquirir conocimientos que dieran más solidez al ejercicio de esas funciones". Políticos gemelos: si admitimos que Claudín está en lo cierto y que la cita anterior define algunas flaquezas de Santiago Carrillo, entonces basta sustituir la palabra "partido" por la palabra "Movimiento" para que defina también algunas flaquezas de Adolfo Suárez.

Anatomía de un instante. (22)


Es un capricho, quizá no es una imaginación veraz, pero la realidad es que ambos eran mucho más que cómpices: la realidad es que en feberero de 1981 Santiago Carrillo y Adolfo Suárez llevaban cuatro años atados por una alianza que era política pero también era más que política, y que sólo la enfermedad y el extravío de Suárez acabarían rompiendo.
La historia fabrica extrañas figuras, se resigna con frecuentcia al sentimentalismo y no desdeña las simetrías de la ficción, igual que si quisiera dotarse de un sentido que por sí misma no posee. ¿Quién hubiera podido prever que el cambio de la dictadura a la democracia en España no lo urdirían los partidos democráticos, sino los falangistas y los comunistas, enemigos irreconciliables de la democracia y enemigos irreconciliables entre sí durante tres años de guerra y cuarenta de posguerra? ¿Quién hubiera pronosticado que el secretario general del partido comunista en el exilio se erigiría en el aliado político más fiel del último secretario general del Movimiento, el partido único fascista? ¿Quién hubiera podido imaginar que Santiago Carrillo acabaría convertido en un valedor sin condiciones de Adolfo Suárez y en uno de sus últimos amigos y confidentes? nadie lo hizo, pero quizá no era imposible hacerlo: por una parte, porque sólo los enemigos irreconciiables podían reconciliar la España irreconciliable de Franco, por otra, porque a diferencia de Gutiérrez Mellado y Adolfo Suárez, que eran profundamente distintos pese a sus parecidos superficiales, Santiago Carrillo y Adolfo Suárez eran profundamente parecidos pese a sus superficiales diferencias. Ambos eran dos políticos puros, más que dos profesionales de la política dos profesionales del poder, porque ninguno de los dos concebía la política sin poder o porque ambos actuaban como si la política fuera al poder lo que la gravedad a la tierra, ambos eran burócratas que habían prosperado en la inflexible jerarquía de organizaciones políticas regidas con métodos totalitarios e inspiradas por ideologías totalitarias; ambos eran demócratas conversos, tardíos y un poco a la fuerza; ambos estaban acostumbrados desde siempre a mandar.

Anatomía de un instante. (21)


Es un capricho, quizá no es una imaginación veraz, pero la realidad es que ambos eran mucho más que cómpices: la realidad es que en feberero de 1981 Santiago Carrillo y Adolfo Suárez llevaban cuatro años atados por una alianza que era política pero también era más que política, y que sólo la enfermedad y el extravío de Suárez acabarían rompiendo.
La historia fabrica extrañas figuras, se resigna con frecuentcia al sentimentalismo y no desdeña las simetrías de la ficción, igual que si quisiera dotarse de un sentido que por sí misma no posee. ¿Quién hubiera podido prever que el cambio de la dictadura a la democracia en España no lo urdirían los partidos democráticos, sino los falangistas y los comunistas, enemigos irreconciliables de la democracia y enemigos irreconciliables entre sí durante tres años de guerra y cuarenta de posguerra? ¿Quién hubiera pronosticado que el secretario general del partido comunista en el exilio se erigiría en el aliado político más fiel del último secretario general del Movimiento, el partido único fascista? ¿Quién hubiera podido imaginar que Santiago Carrillo acabaría convertido en un valedor sin condiciones de Adolfo Suárez y en uno de sus últimos amigos y confidentes? nadie lo hizo, pero quizá no era imposible hacerlo: por una parte, porque sólo los enemigos irreconciiables podían reconciliar la España irreconciliable de Franco, por otra, porque a diferencia de Gutiérrez Mellado y Adolfo Suárez, que eran profundamente distintos pese a sus parecidos superficiales, Santiago Carrillo y Adolfo Suárez eran profundamente parecidos pese a sus superficiales diferencias. Ambos eran dos políticos puros, más que dos profesionales de la política dos profesionales del poder, porque ninguno de los dos concebía la política sin poder o porque ambos actuaban como si la política fuera al poder lo que la gravedad a la tierra, ambos eran burócratas que habían prosperado en la inflexible jerarquía de organizaciones políticas regidas con métodos totalitarios e inspiradas por ideologías totalitarias; ambos eran demócratas conversos, tardíos y un poco a la fuerza; ambos estaban acostumbrados desde siempre a mandar.

Anatomía de un instante. (20)

El último gesto que yo reconozco en el gesto de Carrillo no es un gesto real, es un gesto imaginado o por lo menos un gesto que yo imagino, quizá de forma caprichosa. Pero si mi imaginación fue veraz, entonces el gesto de Carrillo contendría un gesto de complicidad, o de emulación, y su historia sería la siguiente. Carrillo está sentado en el primer escaño de la séptima fila del ala izquierda del hemiciclo, justo enfrente y debajo de él, en el primer escaño de la primera fila del ala derecha, se sienta Adolfo Suárez. Cuando empiezan los disparos, el primer impulso de Carrillo es el que dicta el sentido común: de la misma forma que lo hacen los compañeros de la vieja guardia comunista sentados junto a él, que igual que él ingresaron en el partido como quien ingresa en una milicia de abnegación y peligro y han conocido la guerra, la cárcel y el exilio y quizá sienten también que si sobreviven al tiroteo serán pasados por las armas, instintivamente Carrillo se dispone a olvidar por un momento el coraje, la gracia, la libertad, la rebeldía o hasta su instinto de actor para obedecer las órdenes de los guardias y protegerse de las balas bajo su escaño, pero justo antes de hacerlo advierte que frente a él, debajo de él, Adolfo Suárez sigue sentado en su escaño de presidente, sólo, estatutario y espectral en un desierto de escaños vacíos. Y entonces, deliberadamente, reflexivamente -como si en un solo segundo entendiera el significado completo del gesto de Suárez-, decide no tirarse.

Anatomía de un instante. (19)


Carrillo -y con él toda la vieja guardia del partido comunista- también renunció a ajustar cuentas con un pasado oprobioso de guerra, represión y exilio, como si considerase una forma de añadir oprobio intentar ajustarles las cuentas a quienes habían cometido el error de ajustar cuentas durante cuarenta años, o como si hubiera leído a Max Weber y sintiese como él que no hay nada más abyecto que practicar una ética que sólo busca tener razón y que, en vez de dedicarse a construir un futuro justo y libre, obliga a ocuparse en discutir los errores de un pasado injusto y esclavo con el fin de sacar ventajas morales y materiales de la confesión de culpa ajena. Al frente de la vieja guardia comunista, durante la transición y para hacer posible la democracia Carrillo firmó con los vencedores de la guerra y administradores de la dictadura un pacto que incluía la renuncia a usar políticamente el pasado, pero no lo hizo porque hubiese olvidado la guerra y la dictadura, sino porque las recordaba muy bien y estaba dispuesto a cualquier cosa para evitar que se repitieran, siempre y cuando los vencedores de la guerra y administradores de la dictadura aceptasen terminar con ésta y sustituirla por un sistema político que acogiese a vencedores y vencidos y que fuese en lo esencial idéntico al que los derrotados habían defendido en la guerra. A cualquier cosa o casi a cualquier cosa, estuvo dispuesto Carrillo: a renunciar al mito de la revolución, al ideal igualitarista del comunismo, a la nostalgia de la república derrotada, a la propia idea de justicia histórica...

sábado, 10 de diciembre de 2011

Anatomía de un instante. (18)


No sé si el éxito o el fracaso de un golpe de estado se dirimen en sus primeros minutos; sé que a las siete menos veinticinco de la tarde, diez minutos después de su inicio, el golpe de estado era un éxito: el teniente coronel Tejero había tomado el Congreso, los tanques del general Milans del Bosch patrullaban las calles de Valencia, los tanques de la Acorazada Bruente se disponían a salir de sus cuarteles, el general Armada aguardaba la llamada del Rey en su despacho del Cuartel general del ejército; a las siete menos veinticinco de la tarde todo marchaba según lo previsto por los golpistas, pero a las siete menos veinte sus planes se habían torcido y el golpe empezaba a fracasar. La suerte de esos cinco minutos cruciales se jugó en el palacio de la Zarzuela. Se la jugó el Rey.
Desde el mismo día 23 de febrero no ha cesado de acusarse al Rey de haber organizado el 23 de febrero, de haber estado de algún modo implicado en el golpe, de haber deseado de algún modo su triunfo. Es una acusación absurda. Si el Rey hubiese organizado el golpe, si hubiese estado implicado en él o hubiese deseado su triunfo, el golpe hubiese sin la menor duda triunfado. La verdad es lo evidente. El Rey no organizó el golpe sino que lo paró, por la sencilla razón de que era la única persona que podía pararlo. Afirmar lo anterior no equivale a a firmar que el comportamiento del Rey en relación con el 23 de febrero fuera irreprochable, no lo fue, como no lo fue el de la mayoría de la clase política: como a la clase política, al Rey se le pueden conceder muchas atenuantes -la juventud, la inmadurez, la inexperiencia, el miedo-, pero la realidad es que en los meses anetriores al 23 de febrero hizo cosas que no debió haber hecho.

Anatomía de un instante. (17)


El discurso, incluidos los buenos propósitos y la retórica emotiva, quiere ser una declaración moral además de política. Nada autoriza a dudar de su sinceridad: abandonando la presidencia Suárez intenta dignificar la democracia (y, en cierto sentido protegerla); pero a las razones de ética política se suman razones de estrategia personal: para Suárez dimitir es también una forma de protegerse y dignificarse a sí mismo, recobrando su amor propio y su mejor yo con el fin de preparar su retorno al poder. Por eso dije antes que dimitir como presidente fue su último intento de legitimarse como presidente. Me corrijo ahora. No fue su último intento. Fue el penúltimo. El último lo hizo en la tarde del 23 de febrero, cuando, sentado en su escaño mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo del Congreso y ya no eran suficientes las palabras y había que demostrar con actos lo que era y lo que quería, le dijo a la clase política y a todo el país que, aunque tuviera el pedigrí democrático más sucio de la gran cloaca madrileña y hubiera sido un falangistilla de provincias y un arribista del franquismo y un chisgarabís sin formación, él sí estaba dispuesto a jugarse el tipo por la democracia.

Anatomía de un instante. (16)

Ese es en realidad el significado de un discurso de despedida en televisión, un discurso que contiene una respuesta individual a los reproches navideños del Rey y un reproche colectivo a la clase dirigente que le ha negado la legitimidad anhelada, pero que sobre todo contiene una vindicación de su integridad política, lo que, en un político como Suárez, refractario a distinguir lo personal de lo político, significa también una vindicación de su integridad personal. Orgullosamente, a fin de cuentas verazmente (aunque sólo a fin de cuentas), Suárez empieza aclarando al país que se marcha por decisión propia, "sin que nadie me lo haya pedido", y que lo hace para demostrar con actos ("porque las palabras parecen no ser suficientes y es preciso demostrar con hechos lo que somos y lo que queremos") que es falsa la imagen que se ha impuesto de él, según la cual es "una persona aferrada al cargo". Suárez recuerda su papel en el cambio desde la dictadura a la democracia y afirma que no abandona la presidencia porque sus adversarios lo hayan derrotado o porque se haya quedado sin fuerzas para seguir peleando, lo que posiblemente no es cierto o no es del todo cierto, sino porque ha llegado a la conclusión de que su marcha del poder puede ser más beneficiosa para el país que su permanecia en él, lo que probablemente sí lo es: quiere que su renuncia sea "un revulsivo moral" capaz de desterrar para siempre de la práctica política de la democracia "la visceralidad", "la permanente descalificación de las personas", "el ataque irracionalmente sistemático" y "la inútil descalificación global"; todas aquellas agresiones de las que durante muchos meses se ha sentido víctima. "Algo muy importante tiene que cambiar en nuestras actitudes y comportamientos -afirma-.

Anatomía de un instante. (15)


Pero, aunque estaba políticamente acabado y personalmente roto, también dimitió por la misma razón por la que lo hubiera hecho cualquier político puro: para poder seguir jugando; es decir: para no ser expulsado por las malas de la mesa de juego y verse obligado a salir del casino por la puerta falsa y sin posibilidad de volver. De hecho, es posible que Suárez pretendiera al presentar su dimisión imitar un órdago triunfal de Felipe González, que en mayo de 1979 había abandonado la dirección del PSOE, en desacuerdo con el hecho de que el partido siguiera definiéndose como marxista, y que apenas cuatro meses más tarde, una vez que el PSOE no acertó a sustituirlo y borró el término marxista de sus estatutos, había regresado a su cargo en olor de multitudes. Es posible que Suárez intentara provocar una reacción semejante en su partido; sí así fue, a punto estuvo de conseguirlo. El 29 de enero, justo el día en que Suárez dio a conocer por televisión su renuncia a la presidencia, estaba previsto en Palma de Mallorca el inicio del segundo congreso de UCD; la estrategia de Suárez tal vez consistía en anunciar por sorpresa su renuncia durante la jornada inaugural y en aguardar a que la conmoción así provocada encendiera una revuelta de las bases de la organización contra sus jefes de filas que le devolviese directamente o en el plazo de pocos meses el mando del partido y del gobierno. La mala suerte (quizá combinada con la astucia de alguno de sus adversarios en el gobierno) desbarató sus planes; una huelga de controladores aéreos obligó a aplazar el congreso unos días en el momento en que Suárez ya había comunicado su propósito de dimitir a varios ministros y jefes de filas de su partido, y el resultado de esta contariedad fue que, convencido de que la primicia no podría mantenerse en secreto durante tanto tiempo, tuvo que dar a conocer su dimisión antes de lo previsto, de forma que cuando por fin se celebró el congreso en la primera semana de febrero el tiempo transcurrido desde el anuncio de su retirada había amortiguado el impacto de la noticia, que no le alcanzó para recuperar el poder perdido pero sí para hacerse con el control de la directiva de UCD, para ser el miembro de ésta más votado por sus compañeros y para que el congreso puesto en pie lo aclamara calurosamente.