martes, 20 de diciembre de 2011

Feliz Cumpleaños


Loquillo en el Periódico de Catalunya

El 28 de diciembre de 1958, un par de chavales entraron en los estudios de Radio Barcelona para cambiar la historia de la música popular en España. Bautizados como El Dúo Dinámico por un locutor que prefirió traducir el nombre original al castellano, la cultura pop-rock daba sus primeros pasos en un país en construcción, una cultura que daría a los jóvenes una identidad hasta entonces inexistente. Barcelona fue la ciudad española donde el rock and roll y la cultura pop se asentaron con más fuerza.
Los Pájaros Locos fue la primera banda en grabar, en 1959. Luego vendrían Los Sirex, Los Munstang, Alex y los Finders, Lone Star, Los Salvajes, Gatos Negros, Cheyenes, entre otros. Todos ellos escribieron las mejores páginas del rock y pop cantado en castellano en tiempos de censura y represión. Su actitud y pose hicieron que los sonidos y tendencias venidos de fuera de nuestras fronteras tuvieran un eco inmediato.
Al mismo tiempo, y a la sombra de la canción francesa y la música folk, otros jóvenes reivindicaban la cultura catalana humillada y pisoteada después de la guerra civil, abanderando con el tiempo un antifranquismo militante que empezaba a alzar la voz en la calle. Se hacían llamar Els setze jutges.
Si tomamos como referencia el primer disco sencillo de Raimon, grabado en 1963, podemos situar las dos corrientes en el tiempo. Leo sorprendido en algunos medios que la Nova Cançó celebra su 50° aniversario. Me pregunto por qué la cultura oficial sigue con su manía persecutoria, esto es, la de reescribir la historia a su antojo, dando a unos artistas la categoría de santones y a otros, en cambio, negándoles el pan y la sal como si su aportación al cambio de un país no hubiera sido importante.
Es sabido que la Administración catalana ignora lo que no se ajusta a su idea de cultura del país. No entraré en discusiones. Me interesa la música, y ellos sufren sordera cultural grave. Un servidor ha cantado con Los Sirex, Los Salvajes y Lone Star, versionado a Llach, participado en homenajes a Serrat y colaborado con Pi de la Serra y Maria del Mar Bonet. Unos y otros me merecen el mismo respeto. Al final, ¿van a tener razón aquellos que dicen que se discrimina a los artistas que utilizan el castellano en Catalunya?

El miedo otra vez


Fernando García de Cortázar en ABC.

Hay unas palabras de Paul Valéry que me impresionan mucho y que, ahora, cuando reaccionamos ante la crisis económica mundial tapándonos la cara con ambas manos, igual que ante un descomunal puñetazo, no dejo de recordar: «La horrible facilidad de destruir». Ésta es quizá la lección más valiosa que podemos extraer de la historia: que el desarrollo, el progreso, la cultura... son cosas frágiles, que pueden perderse o destruirse con facilidad. No hay nada más repetido a lo largo de los siglos que el lamento pronunciado por Próspero en «La Tempestad», penúltima obra de Shakespeare:
«No he acertado a ver la vil conspiración del bruto Calibán contra la vida».
A quienes sigan creyendo que con el final de la Guerra Fría se han terminado todos los problemas, que cualquier conflicto se resuelve con una buena dosis de amable diálogo, que los avances tecnológicos traen, inevitablemente, el progreso humano, que la historia es una línea recta hacia la tierra prometida de la racionalidad y la prosperidad, habría que recordarles que vivimos alumbrados por un sinfín de mundos extinguidos.
No hay nada ganado firmemente. En los días de Augusto y Trajano, Roma tenía una población de más de un millón de habitantes y albergaba veintinueve bibliotecas públicas. A mediados del siglo V, después de las invasiones bárbaras, la ciudad del Tíber apenas contaba con treinta mil habitantes, muchos edificios estaban en ruinas, no había fondos para financiar las bibliotecas ni gente que las usara. Algo similar puede decirse de China, que durante siglos fue la civilización más refinada y avanzada del mundo. Los chinos inventaron el papel, la pólvora, la imprenta de tipos de madera, la porcelana o la idea de someter a pruebas escritas a los funcionarios públicos. Marco Polo abunda en maravillas al describir aquel Oriente de sedas, palacios y poetas. Pero después de la Edad Media, China se encerró en sí misma, orgullosa de su propia imagen, permitiendo, sin saberlo, que Occidente la rebasara y dejara cada vez más y más atrás.
Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito, tomándolos de la historia antigua y de la contemporánea, sin que dejen de resonar en nuestras mentes, como entre paredes desnudas, las palabras de Paul Valery: ¡esa horrible facilidad de destruir!
Volvamos los ojos, por ejemplo, al Renacimiento, cuando el mundo se apareció a los artistas, poetas y eruditos como un nuevo paraíso, y encontró eco el grito jubiloso «Vivir es un placer». A ese grato optimismo del espíritu sucedió, ya en el siglo XVI, la barbarie sin igual de las guerras de religión. La época de Rafael y Miguel Ángel, de Leonardo da Vinci, Vives, Moro y Erasmo retrocedió hasta cometer los mismos crímenes atroces que Atila, Gengis Khan o Tamerlán.
La última vez que el mundo pasó por un periodo de soberbias ilusiones fue entre 1895 y 1914, los años previos a la Primera Guerra Mundial. En Europa y Estados Unidos se pensaba entonces que Occidente estaba en el umbral de una era sin precedentes, una fantasía de paz y prosperidad indefinidas. Nadie, en 1914, podía imaginar que estaba a punto de comenzar una apocalipsis de muerte y destrucción como no se había conocido nunca, que «la vil conspiración del bruto Calibán» iba a tragarse millones y millones de vidas, imperios, generaciones enteras. Nadie, en 1920, podía imaginar que la época narrada por Scott Fitzgerald, el fulgor del dinero y los neones publicitarios de las ciudades norteamericanas, una luz casi sonora, pues brillaba en las pistas de baile o tintineaba en el oro y las pulseras de las mujeres, daría paso al ruido y la ira de los personajes de John Steinbeck: es decir, que la euforia económica de los años veinte saltaría en pedazos tras el crack del 29.
Tenemos una gran memoria para olvidar. Ahora, que vivimos bajo el «shock» de la crisis económica mundial, nos damos cuenta de que nos hemos adentrado en el siglo XXI provistos de medias verdades, encerrados en un racionalismo provinciano e idiota, inmersos en la dulzona y gelatinosa materia de un tiempo sin peso en la realidad, sin huella en el pasado, sin alcance en el futuro.
El nuestro, se insistía, siempre con frases prefabricadas, era un mundo nuevo, un mundo de promesas y oportunidades. El pasado, y en especial, el siglo XX, con sus guerras y terremotos económicos, no tenían nada de interés que enseñarnos. Todo eso había quedado atrás, su significado estaba claro, y podíamos avanzar hacia una era nueva y mejor.
Se hablaba, por supuesto, a ciegas, expresando un deseo más que una realidad: el triunfo de Occidente, el final de la historia, el ineludible avance de la globalización y del libre mercado... Ilusiones. Falsas esperanzas. Ahora, mientras los análisis y las predicciones fracasan en cadena, algunos advierten que si los planes del G-20 para combatir el desplome no van bien, habrá furia social, populismo radical, de derechas o izquierdas.
Eso mismo es lo que pasó tras la gran depresión de 1929. Lo que en la Europa de entreguerras, zarandeada por una economía en crisis y enquistados conflictos políticos, arruinó tantas democracias. Entre ellas, la República de Weimar, cuyo hundimiento nos recuerda que la democracia es siempre un objeto delicado, y nos advierte sobre la ineptitud y temeridad de quienes, aun cargados de buenas intenciones, debieron ser más precavidos en sus juicios y comportamientos.
El final de la República de Weimar, con las plazas gritando y vitoreando a Hitler, nos parece extraño y aterrador. Pero ahora, que empezamos a comprender lo fácil que es destruir la seguridad sobre la que descansamos, no me parece del todo inútil recordar aquel periodo. Weimar es una muestra de los peligros que pueden aparecer en un mundo patas arriba, cuando no hay consenso social ni político en ninguna de las cuestiones fundamentales.
«Lo único de lo que estábamos seguros es de que no había nada seguro», decía Ernst Jünger al revivir aquellos agitados años. Precisamente, esa atenazada sensación de inseguridad, así como el temor que dominó la vida política entre 1914 y 1945, eran algo que, en buena medida, los gobiernos europeos habían conseguido borrar del viejo Continente. Hasta ahora. Pues como en las películas donde el monstruo nunca muere del todo, el miedo ha resurgido con una virulencia insospechada: miedo a la incontrolable velocidad de la crisis, a perder el empleo, a quedar atrás en una distribución cada vez más desigual de la riqueza, miedo, sobre todo, a que quienes se hallan en el Gobierno, a que los sonrientes líderes del G20, no tengan, en realidad, ninguna idea de qué está ocurriendo ni de las soluciones efectivas para frenar la recesión.
A pesar de que se ha dicho que los acuerdos de Londres marcan el primer día de la recuperación, no hay razón para creer que la actual crisis global llegue a tocar fondo al final del 2009, como frívolamente ha vaticinado Zapatero. El caleidoscopio de la economía no deja de girar. Cada vuelta es una sorpresa. Y cada vuelta altera el punto de vista de nuestros políticos, que ya se han visto obligados a rectificar sus pomposos comunicados en varias ocasiones. Una cosa es cierta. Los ciudadanos buscan seguridad por encima de todo. Cuando el mundo de la política no les da respuesta, puede producirse el caso de que se alejen de la política, dando la espalda a la democracia. Y la historia del siglo pasado nos ha enseñado que resulta tan fácil destruir. ¡Tan terriblemente fácil!

Buhoneros de la felicidad


Félix de Azúa en El Periódico de Catalunya


Hará más de 60 años que los humanos topamos con un enigma rotundo. En 10 años los pueblos más civilizados, cultos y ricos del planeta asesinaron a millones de sus compatriotas. Se suele decir que los alemanes liquidaron a seis millones de judíos. Esa es la versión alemana. Lo cierto es que asesinaron a seis millones de alemanes, polacos, húngaros, con la ayuda de los gobiernos francés, italiano, holandés y así sucesivamente. Los pueblos más avanzados del planeta demostraron que ni la riqueza, ni la cultura, ni la civilización son garantía de humanidad. Ni mucho menos de sensatez.
La resaca fue considerable. Incontables ciudadanos contrajeron una repugnancia invencible hacia los vendedores de esperanza, fueran estos patriotas, sacerdotes, comunistas, psiquiatras o economistas. El desvío hacia Oriente, además
de una frivolidad, fue consecuencia de la dificultad de creer en la esperanza occidental. ¿Qué podías
esperar? Las mejores cabezas trataron con ahínco de que nadie se llevara a engaño, sobre todo los estudiantes, masa frágil y maleable. La llamada "filosofía de la sospecha" quiso dar armas de resistencia contra el canto estupefaciente de los tenores y las sopranos políticas y mediáticas. Aparecieron publicaciones destinadas a revelar las mentiras de los diarios optimistas, es decir, corruptos. La televisión era el entierro de la sardina, el espejo de la farsa gubernamental, la esclavitud moral, el analfabeto ufano de serlo.
Han pasado los años. Ya no puedes escuchar al crítico respetable sin tener que apagar la radio por el estruendo publicitario. Imposible ver la tele sin espantarse ante la masacre. Los diarios respiran publicidad, lo que da a esas empresas un poder parejo al del Estado o las finanzas, si acaso difieren. No hay político que no venda nuestro futuro, ni futuro sin traje regional. Sucias mentiras vestidas para la boda. El escéptico ve un mundo en ruinas, poblado por cadáveres joviales.
Por lo menos ahora ya sabe quién gano la guerra: los mayoristas de la droga beata, los gimnastas de la genuflexión divertida.

martes, 13 de diciembre de 2011

Anatomía de un instante. (23)


Fernando Claudín -uno de los amigos y colaboradores más estrechos de Carrillo durante casi treinta años de militancia comunista- escribió lo siguiente sobre el eterno secretario general: "Carecía de los mínimos conocimientos de derecho político y constitucional, y no hizo nungún esfuerzo por adquirir algunos. Tampoco era su fuerte la economía, la sociología u otras materias que le permitiesen opinar con conocimiento de causa en la mayor parte de los debates parlamentarios (...) su única especialidad era "la política en general", que suele traducirse en hablar de todo un poco sin profundizar en nada, y la maquinaria del partido, en la que, desde luego, nadie podía disputarle la competencia. Como siempre le había sucedido, no era capaz de encontrar tiempo para el estudio, absorbido siempre por reuniones de partido, entrevistas, coniliábulos, actos de representación y demás actividades de análogo tipo. La férrea voluntad que mostraba para otros menesteres, en especial para conservar el poder dentro del partido y para abrirse paso hacia él en el Estado, le faltaba por desgracia para adquirir conocimientos que dieran más solidez al ejercicio de esas funciones". Políticos gemelos: si admitimos que Claudín está en lo cierto y que la cita anterior define algunas flaquezas de Santiago Carrillo, entonces basta sustituir la palabra "partido" por la palabra "Movimiento" para que defina también algunas flaquezas de Adolfo Suárez.

Anatomía de un instante. (22)


Es un capricho, quizá no es una imaginación veraz, pero la realidad es que ambos eran mucho más que cómpices: la realidad es que en feberero de 1981 Santiago Carrillo y Adolfo Suárez llevaban cuatro años atados por una alianza que era política pero también era más que política, y que sólo la enfermedad y el extravío de Suárez acabarían rompiendo.
La historia fabrica extrañas figuras, se resigna con frecuentcia al sentimentalismo y no desdeña las simetrías de la ficción, igual que si quisiera dotarse de un sentido que por sí misma no posee. ¿Quién hubiera podido prever que el cambio de la dictadura a la democracia en España no lo urdirían los partidos democráticos, sino los falangistas y los comunistas, enemigos irreconciliables de la democracia y enemigos irreconciliables entre sí durante tres años de guerra y cuarenta de posguerra? ¿Quién hubiera pronosticado que el secretario general del partido comunista en el exilio se erigiría en el aliado político más fiel del último secretario general del Movimiento, el partido único fascista? ¿Quién hubiera podido imaginar que Santiago Carrillo acabaría convertido en un valedor sin condiciones de Adolfo Suárez y en uno de sus últimos amigos y confidentes? nadie lo hizo, pero quizá no era imposible hacerlo: por una parte, porque sólo los enemigos irreconciiables podían reconciliar la España irreconciliable de Franco, por otra, porque a diferencia de Gutiérrez Mellado y Adolfo Suárez, que eran profundamente distintos pese a sus parecidos superficiales, Santiago Carrillo y Adolfo Suárez eran profundamente parecidos pese a sus superficiales diferencias. Ambos eran dos políticos puros, más que dos profesionales de la política dos profesionales del poder, porque ninguno de los dos concebía la política sin poder o porque ambos actuaban como si la política fuera al poder lo que la gravedad a la tierra, ambos eran burócratas que habían prosperado en la inflexible jerarquía de organizaciones políticas regidas con métodos totalitarios e inspiradas por ideologías totalitarias; ambos eran demócratas conversos, tardíos y un poco a la fuerza; ambos estaban acostumbrados desde siempre a mandar.

Anatomía de un instante. (21)


Es un capricho, quizá no es una imaginación veraz, pero la realidad es que ambos eran mucho más que cómpices: la realidad es que en feberero de 1981 Santiago Carrillo y Adolfo Suárez llevaban cuatro años atados por una alianza que era política pero también era más que política, y que sólo la enfermedad y el extravío de Suárez acabarían rompiendo.
La historia fabrica extrañas figuras, se resigna con frecuentcia al sentimentalismo y no desdeña las simetrías de la ficción, igual que si quisiera dotarse de un sentido que por sí misma no posee. ¿Quién hubiera podido prever que el cambio de la dictadura a la democracia en España no lo urdirían los partidos democráticos, sino los falangistas y los comunistas, enemigos irreconciliables de la democracia y enemigos irreconciliables entre sí durante tres años de guerra y cuarenta de posguerra? ¿Quién hubiera pronosticado que el secretario general del partido comunista en el exilio se erigiría en el aliado político más fiel del último secretario general del Movimiento, el partido único fascista? ¿Quién hubiera podido imaginar que Santiago Carrillo acabaría convertido en un valedor sin condiciones de Adolfo Suárez y en uno de sus últimos amigos y confidentes? nadie lo hizo, pero quizá no era imposible hacerlo: por una parte, porque sólo los enemigos irreconciiables podían reconciliar la España irreconciliable de Franco, por otra, porque a diferencia de Gutiérrez Mellado y Adolfo Suárez, que eran profundamente distintos pese a sus parecidos superficiales, Santiago Carrillo y Adolfo Suárez eran profundamente parecidos pese a sus superficiales diferencias. Ambos eran dos políticos puros, más que dos profesionales de la política dos profesionales del poder, porque ninguno de los dos concebía la política sin poder o porque ambos actuaban como si la política fuera al poder lo que la gravedad a la tierra, ambos eran burócratas que habían prosperado en la inflexible jerarquía de organizaciones políticas regidas con métodos totalitarios e inspiradas por ideologías totalitarias; ambos eran demócratas conversos, tardíos y un poco a la fuerza; ambos estaban acostumbrados desde siempre a mandar.

Anatomía de un instante. (20)

El último gesto que yo reconozco en el gesto de Carrillo no es un gesto real, es un gesto imaginado o por lo menos un gesto que yo imagino, quizá de forma caprichosa. Pero si mi imaginación fue veraz, entonces el gesto de Carrillo contendría un gesto de complicidad, o de emulación, y su historia sería la siguiente. Carrillo está sentado en el primer escaño de la séptima fila del ala izquierda del hemiciclo, justo enfrente y debajo de él, en el primer escaño de la primera fila del ala derecha, se sienta Adolfo Suárez. Cuando empiezan los disparos, el primer impulso de Carrillo es el que dicta el sentido común: de la misma forma que lo hacen los compañeros de la vieja guardia comunista sentados junto a él, que igual que él ingresaron en el partido como quien ingresa en una milicia de abnegación y peligro y han conocido la guerra, la cárcel y el exilio y quizá sienten también que si sobreviven al tiroteo serán pasados por las armas, instintivamente Carrillo se dispone a olvidar por un momento el coraje, la gracia, la libertad, la rebeldía o hasta su instinto de actor para obedecer las órdenes de los guardias y protegerse de las balas bajo su escaño, pero justo antes de hacerlo advierte que frente a él, debajo de él, Adolfo Suárez sigue sentado en su escaño de presidente, sólo, estatutario y espectral en un desierto de escaños vacíos. Y entonces, deliberadamente, reflexivamente -como si en un solo segundo entendiera el significado completo del gesto de Suárez-, decide no tirarse.

Anatomía de un instante. (19)


Carrillo -y con él toda la vieja guardia del partido comunista- también renunció a ajustar cuentas con un pasado oprobioso de guerra, represión y exilio, como si considerase una forma de añadir oprobio intentar ajustarles las cuentas a quienes habían cometido el error de ajustar cuentas durante cuarenta años, o como si hubiera leído a Max Weber y sintiese como él que no hay nada más abyecto que practicar una ética que sólo busca tener razón y que, en vez de dedicarse a construir un futuro justo y libre, obliga a ocuparse en discutir los errores de un pasado injusto y esclavo con el fin de sacar ventajas morales y materiales de la confesión de culpa ajena. Al frente de la vieja guardia comunista, durante la transición y para hacer posible la democracia Carrillo firmó con los vencedores de la guerra y administradores de la dictadura un pacto que incluía la renuncia a usar políticamente el pasado, pero no lo hizo porque hubiese olvidado la guerra y la dictadura, sino porque las recordaba muy bien y estaba dispuesto a cualquier cosa para evitar que se repitieran, siempre y cuando los vencedores de la guerra y administradores de la dictadura aceptasen terminar con ésta y sustituirla por un sistema político que acogiese a vencedores y vencidos y que fuese en lo esencial idéntico al que los derrotados habían defendido en la guerra. A cualquier cosa o casi a cualquier cosa, estuvo dispuesto Carrillo: a renunciar al mito de la revolución, al ideal igualitarista del comunismo, a la nostalgia de la república derrotada, a la propia idea de justicia histórica...

sábado, 10 de diciembre de 2011

Anatomía de un instante. (18)


No sé si el éxito o el fracaso de un golpe de estado se dirimen en sus primeros minutos; sé que a las siete menos veinticinco de la tarde, diez minutos después de su inicio, el golpe de estado era un éxito: el teniente coronel Tejero había tomado el Congreso, los tanques del general Milans del Bosch patrullaban las calles de Valencia, los tanques de la Acorazada Bruente se disponían a salir de sus cuarteles, el general Armada aguardaba la llamada del Rey en su despacho del Cuartel general del ejército; a las siete menos veinticinco de la tarde todo marchaba según lo previsto por los golpistas, pero a las siete menos veinte sus planes se habían torcido y el golpe empezaba a fracasar. La suerte de esos cinco minutos cruciales se jugó en el palacio de la Zarzuela. Se la jugó el Rey.
Desde el mismo día 23 de febrero no ha cesado de acusarse al Rey de haber organizado el 23 de febrero, de haber estado de algún modo implicado en el golpe, de haber deseado de algún modo su triunfo. Es una acusación absurda. Si el Rey hubiese organizado el golpe, si hubiese estado implicado en él o hubiese deseado su triunfo, el golpe hubiese sin la menor duda triunfado. La verdad es lo evidente. El Rey no organizó el golpe sino que lo paró, por la sencilla razón de que era la única persona que podía pararlo. Afirmar lo anterior no equivale a a firmar que el comportamiento del Rey en relación con el 23 de febrero fuera irreprochable, no lo fue, como no lo fue el de la mayoría de la clase política: como a la clase política, al Rey se le pueden conceder muchas atenuantes -la juventud, la inmadurez, la inexperiencia, el miedo-, pero la realidad es que en los meses anetriores al 23 de febrero hizo cosas que no debió haber hecho.

Anatomía de un instante. (17)


El discurso, incluidos los buenos propósitos y la retórica emotiva, quiere ser una declaración moral además de política. Nada autoriza a dudar de su sinceridad: abandonando la presidencia Suárez intenta dignificar la democracia (y, en cierto sentido protegerla); pero a las razones de ética política se suman razones de estrategia personal: para Suárez dimitir es también una forma de protegerse y dignificarse a sí mismo, recobrando su amor propio y su mejor yo con el fin de preparar su retorno al poder. Por eso dije antes que dimitir como presidente fue su último intento de legitimarse como presidente. Me corrijo ahora. No fue su último intento. Fue el penúltimo. El último lo hizo en la tarde del 23 de febrero, cuando, sentado en su escaño mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo del Congreso y ya no eran suficientes las palabras y había que demostrar con actos lo que era y lo que quería, le dijo a la clase política y a todo el país que, aunque tuviera el pedigrí democrático más sucio de la gran cloaca madrileña y hubiera sido un falangistilla de provincias y un arribista del franquismo y un chisgarabís sin formación, él sí estaba dispuesto a jugarse el tipo por la democracia.

Anatomía de un instante. (16)

Ese es en realidad el significado de un discurso de despedida en televisión, un discurso que contiene una respuesta individual a los reproches navideños del Rey y un reproche colectivo a la clase dirigente que le ha negado la legitimidad anhelada, pero que sobre todo contiene una vindicación de su integridad política, lo que, en un político como Suárez, refractario a distinguir lo personal de lo político, significa también una vindicación de su integridad personal. Orgullosamente, a fin de cuentas verazmente (aunque sólo a fin de cuentas), Suárez empieza aclarando al país que se marcha por decisión propia, "sin que nadie me lo haya pedido", y que lo hace para demostrar con actos ("porque las palabras parecen no ser suficientes y es preciso demostrar con hechos lo que somos y lo que queremos") que es falsa la imagen que se ha impuesto de él, según la cual es "una persona aferrada al cargo". Suárez recuerda su papel en el cambio desde la dictadura a la democracia y afirma que no abandona la presidencia porque sus adversarios lo hayan derrotado o porque se haya quedado sin fuerzas para seguir peleando, lo que posiblemente no es cierto o no es del todo cierto, sino porque ha llegado a la conclusión de que su marcha del poder puede ser más beneficiosa para el país que su permanecia en él, lo que probablemente sí lo es: quiere que su renuncia sea "un revulsivo moral" capaz de desterrar para siempre de la práctica política de la democracia "la visceralidad", "la permanente descalificación de las personas", "el ataque irracionalmente sistemático" y "la inútil descalificación global"; todas aquellas agresiones de las que durante muchos meses se ha sentido víctima. "Algo muy importante tiene que cambiar en nuestras actitudes y comportamientos -afirma-.

Anatomía de un instante. (15)


Pero, aunque estaba políticamente acabado y personalmente roto, también dimitió por la misma razón por la que lo hubiera hecho cualquier político puro: para poder seguir jugando; es decir: para no ser expulsado por las malas de la mesa de juego y verse obligado a salir del casino por la puerta falsa y sin posibilidad de volver. De hecho, es posible que Suárez pretendiera al presentar su dimisión imitar un órdago triunfal de Felipe González, que en mayo de 1979 había abandonado la dirección del PSOE, en desacuerdo con el hecho de que el partido siguiera definiéndose como marxista, y que apenas cuatro meses más tarde, una vez que el PSOE no acertó a sustituirlo y borró el término marxista de sus estatutos, había regresado a su cargo en olor de multitudes. Es posible que Suárez intentara provocar una reacción semejante en su partido; sí así fue, a punto estuvo de conseguirlo. El 29 de enero, justo el día en que Suárez dio a conocer por televisión su renuncia a la presidencia, estaba previsto en Palma de Mallorca el inicio del segundo congreso de UCD; la estrategia de Suárez tal vez consistía en anunciar por sorpresa su renuncia durante la jornada inaugural y en aguardar a que la conmoción así provocada encendiera una revuelta de las bases de la organización contra sus jefes de filas que le devolviese directamente o en el plazo de pocos meses el mando del partido y del gobierno. La mala suerte (quizá combinada con la astucia de alguno de sus adversarios en el gobierno) desbarató sus planes; una huelga de controladores aéreos obligó a aplazar el congreso unos días en el momento en que Suárez ya había comunicado su propósito de dimitir a varios ministros y jefes de filas de su partido, y el resultado de esta contariedad fue que, convencido de que la primicia no podría mantenerse en secreto durante tanto tiempo, tuvo que dar a conocer su dimisión antes de lo previsto, de forma que cuando por fin se celebró el congreso en la primera semana de febrero el tiempo transcurrido desde el anuncio de su retirada había amortiguado el impacto de la noticia, que no le alcanzó para recuperar el poder perdido pero sí para hacerse con el control de la directiva de UCD, para ser el miembro de ésta más votado por sus compañeros y para que el congreso puesto en pie lo aclamara calurosamente.

lunes, 7 de noviembre de 2011

sábado, 5 de noviembre de 2011

sábado, 10 de septiembre de 2011

martes, 28 de junio de 2011

Anatomía de un instante. (14)


Suárez lo sabía. Sabía que el Rey ya no estaba con él. Mejor dicho: lo sabía pero no quería admitir que lo sabía, o al menos no quiso admitirlo hasta que ya no le quedó más remedio que admitirlo. En el otoño de 1980 Suárez sabía que el Rey lo consideraba el principal responsable de la crisis y que albergaba serias dudas sobre su capacidad para resolverla, pero no sabía (o no quería admitir que sabía) que el Rey abominaba de él cada vez que hablaba con un político, con un militar o con un empresario; Suárez también sabía que su relación con el Rey era mala, pero no sabía (o no quería admitir que sabía) que el Rey había perdido la confianza en él y que exhortaba a que sus adversarios lo echasen del poder. Finalmente el 24 de diciembre a Suárez ya no le quedó más remedio que admitir que sabía lo que sabía en realidad desde hacía varios meses. Aquella noche la televisión emitió el discurso navideño del Rey; casi siempre ha sido un discurso ornamental, pero en aquella ocasión no lo fue (y, como si quisiera subrayar que no lo era, el monarca apareció ante las cámaras solo y no acompañado por su familia, como había hecho hasta entonces). La política, dijo entre otras cosas el Rey aquella noche, debe ser considerada "como un medio para conseguir un fin y no como un fin en sí mismo". "Esforcémonos en proteger y consolidar lo esencial -dijo-, si no queremos exponernos a quedarnos sin base ni ocasión para ejercer lo accesorio." "Al recapitular hoy sobre nuestras conductas -dijo-, que examinemos nuestro comportamiento en el ámbito de responsabilidad que a cada uno es propio, sin la evsasión que siempre supone buscar culpas ajenas." "Quiero invitar a reflexionar a los que tienen en sus manos la gobernación del país -recalcó-. Han de poner la defensa de la democracia y del bien común por encima de sus limitados y transitorios intereses personales, de grupo o de partido." Ésas fueron algunas de las frases que el Rey pronunció en su dicurso, y es imposible que Suárez no sintiera que estaban dirigidas a él; también, que no las interpretara como lo que probablemente eran. Una acusación de aferrarse al poder como un fin en sí mismo, de proteger lo accesorio, que era su cargo de presidente, por encima de los esencial, que era la monarquía,una acusación de comportarse irresponsablemente buscando culpables a sus propias culpas y poniendo su transitorio y limitado interés por encima del bien común, una forma pública y confidencial, en fin de pedirle que dimitiera.

Anatomía de un instante. (13)


No ignoraba que para muchos la moción debía llevar a la presidencia a un general al frente de un gobierno de coalición o concentración o unidad, no ignoraba que el Rey miraba con buenos ojos o barajaba seriamente la maniobra, o que por lo menos permitía que algunos creyesen que la miraba con buenos ojos o la barajaba seriamente, no ignoraba que el militar más verosímil con que llevarla a cabo era Alfonso Armada, y que a pesar de que él se opusiera a ello el Rey estaba haciendo lo posible por traerse a su antiguo secretario a Madrid como segundo jefe de Estado Mayor del ejército. Todo esto sin duda le pareció peligroso para su futuro, pero -porque suponía poner a prueba los engranajes flamantes del juego democrático involucrando al ejército en una operación que abría las puertas de la política a unos militares reacios a comulgar con el sistema de libertades, si no impacientes por destruirlo- también le pareció peligroso para el futuro de la democracia: Suárez conocía sus normas y, aunque no se manejase bien con ellas, había inventado el juego o consideraba que había inventado el juego y no estaba dispuesto a permitir que se malograse, por la sencilla razón de que él era su inventor. Para evitar el riesgo de que se malograse el juego dimitió.

Anatomía de un instante. (12)


Personalmente solo y exhausto, personalmente perdido en un laberinto de autocompasión, de hartazgo y de desengaño, hacia noviembre de 1980 Suárez empezó a pensar en dimitir. Si no lo hacía era porque lo arrastraba la inercia o el instinto del poder y porque era un político puro y un político puro no abandona el poder. Lo echan, también, quizá, porque en los momentos de euforia que punteaban su abatimiento un resto de coraje y de orgullo le persuadía de que, aunque nada de lo que hiciera en adelante podía superar lo que ya había hecho, sólo él podía arreglar lo que él mismo había malogrado. En aquellos días buscaba alivio y estímulo en los viajes al extranjero, donde su predicamento de hacedor de la democracia española continuaba todavía intacto, en el curso de uno de ellos, tras asistir a la toma de posesión del primer ministro peruano Belaúnde Terry en Lima, Suárez concedió a la periodista Josefina Martínez una de sus últimas entrevistas como presidente, y el resultado de esa charla fue un texto tan negro, tan amargo y tan sincero -tan lleno de lamentos por la ingratitud, la incomprensión y las ofensas e insultos personales de que se sentía objeto- que sus asesores impidieron que se publicara. "Yo suelo decir que me he empeñado en un combate de boxeo en el que no estoy dispuesto a pegar un solo golpe -le dijo Suárez a la periodista aquel día-. Quiero ganar el combate en el quince round por agotamiento del contrario... ¡Así que debo tener una gran capacidad de aguante!" es falso que no diera un solo golpe (los dio, sólo que ya no tenía fuerzas para seguir dándolos), pero es verdad que tenía una gran capacidad de aguante, y sobre todo es verdad que así es como él se vio muchas veces en el otoño y el invierno de 1980: en el centro del ring, tambaleándose y ciego de sangre,de sudor y de párpados hinchados, con los brazos muertos a lo largo del cuerpo, resollando entre el griterío del público y el calor de los focos, anhelando en secreto el golpe definitivo.

Anatomía de un instante. (11)


Desde el verano de 1980 Suárez vivió prácticamente enclaustrado en la Moncloa, protegido por su familia y por exiguo puñado de colaboradores. Parecía afectado por una extraña parálisis, o por una forma difusa de miedo, o quizá era vértigo, como si en algún momento de lucidez masoqusita hubiese comprendido que no era más que un farsante y se hubiese propuesto a toda costa evitar el contacto social por temor a que lo desenmascarasen, y a la vez como si temiera que un oscuro anhelo de inmolación lo estuviera impulsando a terminar él mismo con la farsa. Se pasaba horas y horas encerrado en su despacho leyendo informes relativos al terrorismo, al ejército, a la policía económica o internacional, pero luego era incapaz de tomar decisiones sobre esos asuntos o simplemente de reunirse con los ministros que debían tomarlas. No acudía al parlamento, no concedía entrevistas, apenas se dejaba ver en público y más de una vez no quiso o no pudo presidir de principio a fin las reuniones del consejo de ministros, ni siquiera encontró ánimos para asistir a los funerales de tres miembros vascos de su partido asesinados por ETA, ni a los de cuarenta y ocho niños y tres adultos que a finales de octubre murieron a causa de una explosión accidental de gas propano en un colegio del país Vasco. Su salud física no era mala, pero sí su salud anímica. No hay duda de que en torno a él sólo veía una oscuridad de ingratitudes, traiciones y desprecios, y de que interpretaba cualquier ataque a su trabajo como un ataque a su persona, cosa que quizá sepa atribuir de nuevo a sus dificultades para adaptarse a la democracia. Nunca acabó de entender que en la política de una democracia la política es un teatro y nadie puede actuar en un teatro sin fingir lo que no siente, por supuesto, él era un político puro y, como tal, un actor consumado, pero su problema era que fingía con tanta convicción que acababa sintiendo lo que fingía, lo que le llevaba a confundir la realidad con su representación y las críticas políticas con las personales.

Anatomía de un instante. (10)


Aunque el secreto no se hizo público hasta un año después, en septiembre de 1979, cuando estaba en la cima de su poder y su prestigio, Suárez era ya íntimamente un político acabado. Antes apunté una razón de su súbito hundimiento: Suárez, que había sabido hacer lo más difícil -desmontar el franquismo y construir una democracia-. Era incapaz de hacer lo más fácil -administrar la democracia que había construido-; matizo ahora; para Suárez lo más difícil era lo más fácil y aunque no había creado el franquismo, Suárez había crecido en él, conocía a la perfección sus reglas y las manejaba con maestría (por eso pudo terminar con el franquismo fingiendo que solo cambiaba sus reglas); en cambio, aunque había creado la democracia y establecido sus reglas, Suárez se manejaba en ella con dificultad, porque sus hábitos, su talento y su temperamento no estaban hechos para lo que había construido, sino para lo que había destruido. Ésa fue al mismo tiempo su tragedia y su grandeza. La de un hombre que consciente o inconscientemente trabaja no para fortalecer sus posiciones, sino, por recurrir de nuevo al término de Enzensberger, para socavarlas. Como no sabía usar las reglas de la democracia y sólo sabía ejercer el poder como se ejerce en una dictadura, ignoraba al Parlamento, ignoraba a sus ministros, ignoraba a su partido. En el nuevo juego que había creado sus virtudes se convirtieron rápidamente en defectos -su desparpajo se convirtió en ignorancia, su osadía en temeridad, su aplomo en frialdad-, y el resultado fue que en muy poco tiempo Suárez dejó de ser el político brillante y resuelto que había sido durante sus primeros años de gobierno.

sábado, 14 de mayo de 2011

domingo, 20 de marzo de 2011

viernes, 14 de enero de 2011

Anatomía de un instante. (9)


Los militares golpistas no tenían razón, pero tenían razones, y algunas de ellas eran muy poderosas. No me refiero a la inquietud con que asistían hacia 1980 al deterioro de la situación política política, social y económica, ni al disgusto sin disimulo que les producía -a ellos, que habían sido encargados por la Constitución del 78 de la defensa de la unidad de España pero que se sentían vinculados a ese mandato por un imperativo enterrado en su ADN- la proliferación de banderas y reivindicaciones nacionalistas y la descentralización impulsada por el Estado de las Autonomías, una combinación de palabras que para la inmensa mayoría de los militares era apenas un eufemismo que ocultaba o anticipaba la voladura controlada de la patria; me refiero a un asunto mucho más hiriente, en definitiva una de las causas directas del golpe de estado: el terrorismo, y en particular el terrorismo de ETA, que por aquellas fechas se encarnizaba con el ejército y la guardia civil ante la indulgencia de una izquierda que aún no había desprovisto a los etarras de su aureola de luchadores antifranquistas. Es fácil entender esta actitud de la izquierda. Basta recordar para ello el funesto papel del sostén de la dictadura que durante cuarenta años desempeñaron el ejército, la guardia civil y la policía, por no mencionar la lista abultada de sus atrocidades; es imposible justificarla: si las Fuerzas Armadas debían proteger con todos sus medios a la sociedad democrática frente a sus enemigos, la sociedad democrática debía proteger con todos sus medios a las Fuerzas Armadas de la matanza a que estaban siendo sometidas, o al menos debía solidarizarzse con sus miembros. No lo hizo, y la consecuencia de ese error fue que las Fuerzas Armadas se sintieron abandonadas por una parte considerable de la sociedad democrática y que terminar con aquella matanza se convirtió, a ojos de una parte considerable de las fuerzas armadas, en un argumento irresistible para terminar con la sociedad democrática.

Anatomía de un instante. (8)

Un cliché historiográfico afirma que el cambio de la dictadura a la democracia en España fue posible gracias a un pacto de olvido. Es mentira; o, lo que es lo mismo, es una verdad fragmentaria, que sólo empieza a completarse con el cliché opuesto. El cambio de la dictadura a la democracia en España fue posible gracias a un pacto de recuerdo. Hablando en general, la transición -el período histórico que conocemos con esa palabra equívoca, que sugiere la falsedad de que la democracia fue una consecuencia ineluctable del franquismo y no el fruto de una voluntariosa e improvisada concatenación de azares facilitada por la decrepitud de la dictadura- consistió en un pacto mediante el cual los vencidos de la guerra civil renunciaron a ajustar cuentas por lo ocurrido durante cuarenta y tres años de guerra y dictadura, mientras que, en contrapartida, tras cuarenta y tres años ajustándoles las cuentas a los vencidos los vencedores aceptaban la creación de un sistema político que acogiese a unos y a otros y que fuese en lo esencial idéntico al sistema derrotado en la guerra. Ese pacto no incluía olvidar el pasado: incluía aparcarlo, soslayarlo, darlo de lado; incluía renunciar a usarlo políticamente, pero no incluía olvidarlo.

Cervantes, esquina a León.


Un artículo de Arturo Pérez-Reverte.


Me gusta la calle Cervantes de Madrid. No porque sea especialmente bonita, que no lo es, sino porque cada vez que la piso tengo la impresión de cruzarme con amistosos fantasmas que por allí transitan. En la esquina con la calle Quevedo, uno se encuentra exactamente entre la casa de Lope de Vega y la calle donde vivió Francisco de Quevedo, pudiendo ver, al fondo, el muro de ladrillo del convento de las Trinitarias, donde enterraron a Cervantes. A veces me cruzo por allí con estudiantes acompañados de su profesor. Eso ocurrió el otro día, frente al lugar donde estuvo la casa del autor del Quijote, recordado por dos humildes placas en la fachada –en Londres o París esa calle sería un museo espectacular con colas de visitantes, librerías e instalaciones culturales, pero estamos en Madrid, España–. La estampa del grupo era la que pueden imaginar: una veintena de chicos aburridos, la profesora contando lo de la casa cervantina, cuatro o cinco atendiendo realmente interesados, y el resto hablando de sus cosas o echando un vistazo al escaparate de un par de tiendas cercanas. Cervantes les importa un carajo, me dije una vez más. Algo comprensible, por otra parte. En el mundo que les hemos dispuesto, poca falta les hace. Mejor, quizás, que ignoren a que sufran.

Pasaba junto a ellos cuando la profesora me reconoció. Es un escritor, les dijo a los chicos. Autor de tal y cual. Cuando pronunció el nombre del capitán Alatriste, alguno me miró con vago interés. Les sonaba, supongo, por Viggo Mortensen. Saludé, todo lo cortés que pude, e hice ademán de seguir camino. Entonces la profesora dijo que yo conocía ese barrio, y que les contase algo sobre él. Cualquier cosa que pueda interesarles, pidió.

La docencia no es mi vocación. Además, albergo serias reservas sobre el interés que un grupo de quinceañeros puede tener, a las doce de la mañana de un día de invierno frío y gris, en que un fulano con canas en la barba les cuente algo sobre el barrio de las Letras. Pero no tenía escapatoria. Así que recurrí a los viejos trucos de mi lejano oficio. Plantéatelo como una crónica de telediario, me dije. Algo que durante minuto y medio trinque a la audiencia. Una entradilla con gancho, y son tuyos. Luego te largas. «Se odiaban a muerte», empecé, viendo cómo la profesora abría mucho los ojos, horrorizada. «Eran tan españoles que no podían verse unos a otros. Se envidiaban los éxitos, la fama y el dinero. Se despreciaban y zaherían cuanto les era posible. Se escribían versos mordaces, insultándose. Hasta se denunciaban entre sí. Eran unos hijos de la grandísima puta, casi todos. Pero eran unos genios inmensos, inteligentes. Los más grandes. Ellos forjaron la lengua magnífica en la que hablamos ahora.»

Me reía por los adentros, porque ahora todos los chicos me miraban atentos. Hasta los de los escaparates se habían acercado. Y proseguí: «Tenéis suerte de estar aquí –dije, más o menos–. Nunca en la historia de la cultura universal se dio tanta concentración de talento en cuatro o cinco calles. Se cruzaban cada día unos y otros, odiándose y admirándose al mismo tiempo, como os digo. Ahí está la casa de Lope, donde alojó a su amigo el capitán Contreras, a pocos metros de la casa que Quevedo compró para poder echar a su enemigo Góngora. Por esta esquina se paseaban el jorobado Ruiz de Alarcón, que vino de México, y el joven Calderón de la Barca, que había sido soldado en Flandes. En el convento que hay detrás enterraron a Cervantes, tan fracasado y pobre que ni siquiera se conservan sus huesos. Lo dejaron morir casi en la miseria, y a su entierro fueron cuatro gatos. Mientras que al de su vecino Lope, que triunfó en vida, acudió todo Madrid. Son las paradojas de nuestra triste, ingrata, maldita España».

No se oía una mosca. Sólo mi voz. Los chicos, todos, estaban agrupados y escuchaban respetuosos. No a mí, claro, sino el eco de las gentes de las que les hablaba. No las palabras de un escritor coñazo cuyas novelas les traían sin cuidado, sino la historia fascinante de un trocito de su propia cultura. De su lengua y de su vieja y pobre patria. Y qué bien reaccionan estos cabroncetes, pensé, cuando les das cosas adecuadas. Cuando les hacen atisbar, aunque sea un instante, que hay aventuras tan apasionantes como el Paris-Dakar o mira quien baila, y que es posible acceder a ellas cuando se camina prevenido, lúcido, con alguien que deje miguitas de pan en el camino. Le sonreí a la profesora, y ella a mí. «Bonito trabajo el suyo, maestra», dije. «Y difícil», respondió. «Pero siempre hay algún justo en Sodoma», apunté señalando al grupo. Mientras me alejaba, oí a algunos chicos preguntar qué era Sodoma. Me reía a solas por la calle del León, camino de Huertas. Desde unos azulejos en la puerta de un bar, Francisco de Quevedo me guiñó un ojo, guasón. Le devolví el guiño. La mañana se había vuelto menos gris y menos fría.

Los fanáticos gallegos


Un artículo de Edurne Uriarte en ABC.

La gran diferencia entre los fanáticos españoles y los de nuestros países vecinos es que los de aquí están amparados por el poder Y lo digo esta vez por los fanáticos que atacaron el domingo a los manifestantes que exigían la libertad de elección lingüística en Galicia. Lo grave es que estos fanáticos agredieran violentamente a manifestantes pacíficos. Lo gravísimo es que un partido del Gobierno gallego, el BNG, los amparara. Y lo incomprensible y lamentable en la Europa democrática es que el partido del Gobierno de la nación mantenga pactos con estos radicales y reproduzca en Galicia el sucio juego de las dos partes del conflicto.

En una línea perfectamente batasuna, Quintana acusó a Feijóo de fomentar «los incidentes», es decir, las agresiones violentas de los fanáticos, con su «odio al gallego». Que es exactamente lo que dicen los totalitarios vascos para depurar a quienes defienden el derecho a usar el español. El problema español es que este Le Pen gallego recibe todos los parabienes de la izquierda en el poder. Y mientras en Francia organizan movilizaciones generales para alejar de las instituciones a políticos como estos, en España, el PSOE pacta, acuerda y se entiende con ellos.

José Blanco condenó las agresiones del domingo. Pero no se le pasó por la cabeza romper con el partido que ampara las agresiones. Y, lo que es igual de grave, añadió la teoría del conflicto, con aquello de que él se rebela contra aquellos «que quieren imponer exclusivamente el gallego o exclusivamente el castellano». O sea, que, para Blanco, los violentos totalitarios que atacaron a los manifestantes son comparables a los que exigen el derecho a poder usar el español.

Es la misma historia del País Vasco y de Cataluña y demuestra lo que algunos estamos advirtiendo desde hace mucho tiempo. Que hay un extremismo antidemocrático independiente del terrorismo, que va a sobrevivir al terrorismo y que se ha instalado en las instituciones o en los aledaños de las instituciones de esas regiones. Con la complacencia de la izquierda democrática que convive tranquila y feliz con los Le Pen españoles.

En juego, la democracia.


Joseba Arregui, en El Diario Vasco.

Lo único que puede unir en una sociedad es la condición de ciudadanos y no una determinada identidad, un sentimiento. La democracia no niega ni las identidades ni los sentimientos: niega que ninguno de los muchos existentes pretenda ser el único válido en el espacio público. Que el nacionalismo vasco entienda esto es lo que está en juego todavía, por desgracia, en estas elecciones.


Y la libertad, habría que añadir, ya que parece que vamos olvidando que si con algo tiene que ver la democracia es con la libertad. Aunque no sea ésta su intención, la lista electoral con el nombre D3M -Democracia 3 millones- y la lista con el nombre Askatasuna -libertad- ponen el dedo en la llaga: después de treinta años y de tantas elecciones, en cada una convocada en y para la sociedad vasca lo que sigue estando en juego es la democracia y la libertad.

Es evidente que el sentido dado a las palabras democracia y libertad por los impulsores de esas dos listas electorales y el que yo pretendo darles aquí son radicalmente opuestos. Pero será bueno tratar de explicar con claridad en qué consisten esas diferencias para saber lo que realmente está en juego en estas elecciones. Y lo que está en juego no es saber si para solucionar los problemas de la sociedad vasca hay que ser de aquí -y de aquí son sólo los nacionalistas, como pretenden ellos, aunque el problema principal, el terrorismo, haya sido producido por los de aquí, y muy de aquí-. Tampoco está en juego el autogobierno, aunque sí pueden estar en juego distintas formas, legítimas, de entender el autogobierno, algunas más democráticas y defensoras de la libertad que otras.

Quienes se colocan del lado de los impulsores de las dos listas electorales citadas -el conglomerado ETA-Batasuna- entienden que en la sociedad vasca no existen ni la democracia ni la libertad. Y los dos argumentos fundamentales que usan para ello son el no reconocimiento por parte de la Constitución española y del Estado de Derecho de la autodeterminación -en alguno de los ropajes que se le han cosido por parte del nacionalismo en los últimos años-, y el hecho de que la Ley de Partidos Políticos impide a algunos ciudadanos vascos el ejercicio del derecho básico, activo y pasivo, de elección -anulando determinadas listas electorales, ilegalizando determinados partidos, impidiendo así que se puedan votar esas opciones-.

Las únicas constituciones que han asumido en su articulado el derecho de autodeterminación de entidades inferiores al propio Estado para el que se aprobaba la constitución fueron la constitución estalinista de la URSS y la titoísta de Yugoslavia. Y la razón es obvia, porque en ambos casos era evidente quién podía decidir si existía o no como sujeto político esa entidad inferior capaz de autodeterminarse: el comité central del partido comunista.

En ninguna otra constitución se prevé el derecho de autodeterminación, lo que no significa que no puedan darse casos en los que se practique: cuando es manifiesta la existencia de una mayoría clara a favor de la separación, para cuyo caso, en los supuestos regulados como Canadá, se exigen claras preguntas, claras mayorías y la obligación de una negociación. Pero si se pone de manifiesto la existencia de una clara mayoría, no hay gobierno en Europa que pueda impedir la separación. Tampoco el español. Ni el francés. Pero resulta que ETA sigue matando porque no cree que exista una mayoría clara en la sociedad vasca para llevar a cabo su proyecto independentista.

El derecho básico a elegir y ser elegido no es un derecho absoluto. No es antidemocrático exigir que quienes quieren participar en el juego democrático condenen la violencia, admitan el principio fundamental sin el que no existe Estado de Derecho, el monopolio legítimo de la violencia: sólo el Estado puede ejercer violencia -privar de libertad a los delincuentes, imponer tasas e impuestos-. Los vascos pueden elegir a independentistas de izquierda -Aralar-, independentistas socialdemócratas -EA- e independentistas de centro -el PNV de Ibarretxe-. No pueden elegir a quienes no condenan la violencia. Y no es extraño que, yendo al fondo de la cuestión, el entorno de ETA tenga dificultades con el concepto de Estado, aunque sea Estado de Derecho, y apueste por las naciones sin Estado. No es ninguna casualidad.

¿Por qué están, en estos comicios, la democracia y la libertad en juego? Porque existe la violencia terrorista y con ello la falta de libertad: de quienes están perseguidos, de quienes son objetivo de ETA, de quienes necesitan escolta para poder salir de casa. Porque la persistencia de la violencia terrorista ha llevado a muchos en la sociedad vasca a enmascarar su pensamiento, a pensar bajo la presión directa e indirecta de la violencia. Porque la persistencia de la violencia hace difícil en la Euskadi de hoy la libertad de expresión, la manifestación de posiciones contrarias a ETA, contrarias a la autodeterminación, contrarias al nacionalismo.

En la sociedad vasca todavía no ha llegado a imponerse la idea de que la traducción moderna de la libertad de conciencia, matriz de todas las libertades políticas en Europa, es la libertad de identidad, que lo único que puede unir a los ciudadanos de una sociedad es precisamente la condición de ciudadanos y no una determinada identidad, no un determinado sentimiento, no un determinado interés. La democracia no niega ni las identidades, ni los sentimientos, ni los intereses: niega que ninguno de los muchos existentes pueda pretender ser el único válido en el espacio público de la democracia.

Mientras el nacionalismo vasco no entienda esto, y destierre todas sus referencias a la unicidad del sentimiento, al ser de aquí, a su exclusiva representatividad de la verdad del pueblo vasco, al valor del sentimiento por encima de las normas de convivencia, seguiremos necesitando aire fresco, el aire fresco de la democracia y de la libertad: para poder ser ciudadanos por encima de todo, para poder ser vascos como nos da la gana, para poder ser lo que nos dé la gana, y salir del ambiente viciado y asfixiante de la pregunta permanente de una identidad pura inexistente, imposible y peligrosa. Esto es lo que está en juego, por desgracia, todavía en estas elecciones.

jueves, 13 de enero de 2011

Anatomía de un instante. (7)


El general pudo verse a sí mismo en los guardias civiles que desafiaban su autoridad disparando sobre el hemiciclo, porque cuarenta y cinco años atrás él había desobedecido el imperativo genético de la disciplina y se había insubordinado contra el poder civil encarnado en un gobierno democrático; o dicho de otra manera: tal vez la furia del general Gutiérrez Mellado no estaba hecho únicamente de una furia visible contra unos guardias civiles rebeldes, sino también de una furia secreta contra sí mismo, y tal vez no sea del todo lícito entender su gesto de enfrentarse a los golpistas como el gesto extremo de contrición de un antiguo golpista.

Anatomía de un instante. (6)

De forma que cuando en los meses previos al 23 de febrero la embajada norteamericana en Madrid y la estación de la CIA empiezan a recibir noticias de la inminencia de un golpe de bisturí o de timón en la dmeocracia española, su reacción, más que favorable, es entusiasta, en particular la de su embajador Terence Todman, un diplomático ultraderechista que años atrás, como encargado de la política norteamericana en América latina, apoyó a fondo las dictaduras latinoamericanas, que ahora consigue que los dos únicos políticos españoles acogidos por el presidente Reagan en la Casa Blanca antes del golpe sean dos significados políticos franquistas en barbecho -Gonzalo Fernández de la Mora y Federico Silva Muñoz- y que el día 13 de febrero se reúne en una finca próxima a Logroño con el general Armada. No conocemos el contenido de esa reunión, pero hay hechos que demuestran sin lugar a dudas que el gobierno norteamericano estuvo informado del golpe antes de que ocurriera: desde el día 20 de febrero las bases militares de Torrejón, Rota, Morón y Zaragoza se hallaban en estado de alerta y buques de la VI Flota fueron situados en las cercanías del litoral mediterráneo, y a lo largo de la tarde y la noche del día 23 un avión AWACS de inteligencia electrónica perteneciente al 86 escuadrón de Comunicaciones desplegado en la base alemana de Ramstein sobrevoló la península con objeto de controlar el espacio radioeléctrico español. Estos detalles no se conocieron sino días o semanas o meses más tarde, pero en la misma noche del 23 de febrero, cuando el secretario de estado norteamericano, el general Alexander Haig, despachó una pregunta sobre lo que estaba sucediendo en España sin una palabra de condena del asalto al Congreso ni una palabra en favor de la democracia -el intento de golpe de estado no pasaba de ser para él "un asunto interno"-, nadie dejó de entender lo único que podía entenderse: que Estados Unidos aprobaba el golpe y que, si éste acababa triunfando, el gobierno norteamericano sería el primero en celebrarlo.

NO nacionalista en Catalunya

España S.A.


Albert Boadella en su blog.


Mi mujer me dice: ¿No puedes publicar algo en sentido positivo? Tiene toda la razón, y lo voy a intentar. Hace tiempo que le voy dando vueltas a la posibilidad de encontrar una solución definitiva al llamado “problema catalán” en la misma línea que “El balcón de la cultura” cuyo desarrollo ya fue planteado en este blog el viernes 14/VIII
Llevamos más de un siglo arrastrando una rémora reaccionaria y nadie ha sido capaz de ponerle punto final. El delirio regional corresponde todavía a un enquistamiento de la España negra en pleno siglo XXI La cuestión sigue siendo la misma: O se largan o se quedan con cara sonriente, pero esa monserga diaria es mortífera por su enorme pesadez y sobretodo por el desgaste que supone para la cimentación de los temas esenciales de ámbito nacional.
Modestamente me atrevo a plantear una posibilidad de arreglo en la misma modalidad que se hizo en su día comprando territorios a los turcos de Palestina con el fin de establecer algunos asentamientos judíos, sufragados entonces, por el magnate Rothschild. Se trataría de introducir un concepto mercantil parecido en el conjunto de hectáreas que forman el territorio español y de esta forma el problema podría solucionarse mediante un precio de mercado.
Para llevar a término la componenda proyectada hay que dejar de lado los romanticismos históricos y otras martingalas que impiden una visión pragmática del tema. Imaginemos por un momento que pertenecemos a una sociedad que se llama España S.A. con cuarenta millones de accionistas cuyo último contrato fue firmado en asamblea mayoritaria de socios a través de la Constitución de 1978 Habitamos todos una finca de la que poseemos idéntica participación, por lo tanto, si una comunidad de propietarios desea finalizar unilateralmente el contrato y quedarse con una parte del terreno, solo es cuestión de negociar el precio del metro cuadrado, así como la penalización por ruptura de contrato. Si la suma que percibe el resto de propietarios de la sociedad es considerada suficientemente sustanciosa, nada impide que los compradores se queden con la parte de la hacienda acordada y además pongan una valla.
Cuando cada uno de los españoles vendedores ingresen un buen puñado de euros como resultado de la operación financiera, no duden que todos saltarán de alegría y les importará un comino que Cataluña finalmente siga haciendo lo mismo que hace ahora con la lengua u otros inventos folklóricos. El hecho que se autoproclame nación o imperio feudal independiente, será incluso celebrado con grandes fastos con tal que deje de darnos la lata.
Aquí, el único problema que plantea mi solución mercantil es si los catalanes estarán de acuerdo en conseguir finalmente su independencia a cambio de tener que soltar la pasta, aunque solo se trate de 50 euros por cabeza. Veremos si el patriotismo se impone al hecho diferencial que tantos chistes ha inspirado.
En el peor de los casos, probarlo no cuesta nada y es mucho más sensato que cualquier referéndum de auto determinación que, a fin de cuentas, significa la posibilidad de romper el contrato unilateralmente y escabullirse de la sociedad con una parte del botín de todos.