domingo, 30 de diciembre de 2012

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Si perdiera la memoria ¡Qué pureza!


Félix de Azúa en El Periódico de Catalunya


Este verso de Pere Gimferrer, verso que fuera famoso entre los estudiantes de hace treinta años, me ha venido a la memoria (ahí está el punto) tras escuchar la curiosa anécdota que me contaba un colega del departamento. Póngase en su lugar. Hablamos de estudiantes de arquitectura de cuarto curso. Unos gañanes. El profesor describe la construcción de las ermitas románicas y su notable riqueza técnica, se detiene un momento en la ornamentación y da unas someras explicaciones sobre la simbología del pantocrátor que preside el ara con rigor cejijunto. Señala al Cristo fiero y los adláteres.
A la salida se le aproxima un muchacho que, llevado por la curiosidad, le pregunta: «Oye, el Cristo ese del que hablabas, será el de los cristianos, ¿no?» Mi amigo, habituado a la ingenuidad juvenil y a su inocencia en materia de conocimientos, confirma la suposición del chaval («¡Ah, me lo imaginaba!», añade el chico) y luego, como para completar el asunto, le pregunta: «¿Y ya sabes en qué siglo nació?» El estudiante duda unos momentos y luego, con abierta franqueza, responde: «No, no lo sé, ¿en el siglo VII?»
Lo conmovedor de esta escena, que no es la más sintomática que hemos vivido este año, no reside en la ignorancia del muchacho, la cual debe ser atribuida a sus profesores, a sus padres y por encima de todo a los sucesivos ministros de Educación, sino en la sublime paz interior que ostenta. En efecto, situar el nacimiento de Cristo más o menos siete siglos después de muerto me parece algo sensacional. ¡Librarse de una vez y para siempre de toda la tradición occidental! ¡Carecer de historia, de conciencia temporal, de pasado, de referencias, de modelos! Se entiende, claro, la necesidad imperiosa de estas criaturas, su obsesión por conseguir una identidad y a poder ser una identidad colectiva que haga de la vida un desarrollo del botellón.
Porque, en efecto, no hay mayor pureza que la que se alcanza con la anulación de la memoria tras el paso por los sucesivos mataderos estatales del conocimiento. Una pureza, por así decirlo, aria.

Lamento por Babel


Fernando Savater en El País.


Más de un cínico ha dicho que la mejor definición de "bien" es "un mal necesario". Y me temo que confirma este aserto desencantado el estruendoso entusiasmo que está oficialmente recomendado mostrar ante la diversidad de los lenguajes humanos. Lo que en la Biblia se presenta como maldición divina para castigar la pretensión humana (y humanista) de aunar a los hombres en Babel, o sea, en la tarea común de conquistar los cielos, es ahora visto como una bendición: cada lengua es una concepción del mundo irrepetible que multiplica nuestra riqueza de perspectivas, etcétera. En correspondencia, la extinción de cualquier lengua (es decir, que sus últimos hablantes elijan expresarse en otra de mayor extensión) es una grave pérdida cultural, equivalente a la desaparición de alguna porción específica de la biodiversidad natural. Penita pena.



Las ventajas de una lengua única para la comunicación me parecen indudables

Es el colmo de la autocomplacencia inútil felicitarnos por lo inevitable, y la pluralidad de las lenguas lo es: como el lenguaje no es una función natural, sino artificial, debe haber muchos. Pero si especulamos con lo más deseable, por una vez estoy de acuerdo con la Biblia. Las ventajas de una lengua única para la comunicación humana me parecen indudables, y sería estupendo que a ninguno nos faltaran palabras elocuentes ante ningún semejante en ninguna parte del mundo. En cuanto a la pérdida de supuestas concepciones del mundo inscritas en cada idioma, se compensarían de sobra con la posibilidad de conocer a fondo la perspectiva personal de cada gran pensador y cada gran poeta: me interesa más lo que piensa Shakespeare o Confucio que lo que se piensa anónimamente a través del inglés o del chino.

Los partidarios de Babel, empeñados en convencernos de que multiplicar las lenguas multiplica la riqueza cultural, deberían llegar hasta el final y admitir que lo mejor sería que cada uno tuviésemos nuestro propio lenguaje: el idiolecto, es decir, la lengua monocomprensible del perfecto idiota (en el sentido etimológico del término). Tampoco resultan convincentes quienes tratan de asemejar la desaparición de una lengua a la extinción de una especie biológica, porque ningún dinosaurio quiere ser abolido, pero en cambio sí hay hablantes que prefieren cambiar de idioma cuando el que tienen no les ofrece más que desventajas. Las lenguas no sufren por dejar de ser habladas, pero en cambio hay muchas personas que padecen si por razones de arqueología se les intenta mantener hablando la que menos les conviene...

Por supuesto, también añorar la lengua universal es perder el tiempo: lo más parecido que tenemos a ella es el inglés, pero no el de Marlowe o Dickens, sino el de la business school. En cuanto al esperanto, pese a su ingeniosa y racional construcción, no cabe sino certificar su fracaso. Sólo un indudable éxito se apuntó su creador, el industrioso doctor Zamenhof. A comienzos del pasado siglo, una empresa americana que se disponía a patentar la primera cámara fotográfica portátil le pidió un nombre para su producto que fuese igualmente eufónico en cualquier lengua. Y Zamenhof acuñó la única palabra de esperanto que todos hemos pronunciado alguna vez: kodak.

La absurda antipatía administrativa a una lengua


La opinión de Carlos Herrera.

Algunas autoridades autonómicas despliegan una extraña ojeriza contra el idioma castellano que resulta, como poco, de difícil explicación. Como si el idioma fuese, por sí solo, culpable de alguno de los males que supuestamente han pasado en su imaginario personal, en determinadas comunidades autónomas se ha desplegado concienzudamente un estado oficial de antipatía administrativa por el idioma común. La reciente Ley de Educación aprobada en Cataluña corrobora lo antedicho. La política educativa del Gobierno balear, más o menos por el estilo. El desalojado Gobierno gallego anterior a la victoria de Núñez Feijoó, tres cuartos de lo mismo. Siempre con el PSOE de por medio, por cierto. El mismo PSOE, en cambio –mediante un pacto con el PP, evidentemente–, es el que en la Comunidad Autónoma Vasca ha equilibrado el ansia exterminadora del PNV y sus mariachis y ha garantizado una enseñanza en equilibrio. En las calles de Barcelona, Palma o Santiago se habla castellano con absoluta normalidad, se alterna esta lengua con la que se considera propia –todas ellas muy similares– y se crea un espacio común de convivencia que la ciudadanía desarrolla con perfecta normalidad desde hace tantos años como existe el habla. ¿Por qué ese empeño, pues, en estigmatizar el uso de una lengua que es propia desde el momento que es usada por, al menos, la mitad de la población?

La lectura de las principales disposiciones de la ley catalana sorprende por su contumacia en disponer del catalán en todos los ámbitos de la vida estudiantil. Resulta esperanzador tan sólo que la enseñanza del castellano sea impartida en castellano, que a punto estuvieron de evitarlo; el inglés, parece, tendrá el mismo o mayor número de horas a la semana. Las autoridades catalanas entienden que los niños llegan al colegio con el castellano aprendido de casa: «Eso ya lo hablas con tu papá, nene, que es de Badajoz y así lo aprendes tranquilamente». En la escuela se vigilará que todo, absolutamente todo, sea en catalán. Comprensible que se pretenda que el uso del catalán, de considerarse tan mayoritario como único en un futuro, se corresponda con un dominio absoluto por parte de los hombres y las mujeres del mañana, pero ¿hasta el punto de inculcar al alumnado una especie de menosprecio institucional por una lengua que tendrán que utilizar con más frecuencia de la deseable para las autoridades? ¿O creen de verdad que lo que espera dentro de cien años es una arcadia aparte en la que catalanes y baleares no tengan que relacionarse en absoluto con el resto de los españoles? ¿Tal vez esperan que sus negocios con los aragoneses se realicen en inglés?

Batallar contra el castellano es una labor absurda: guste más o menos, su salud y vigor social están en expansión. Se entienden prioridades idiomáticas, incluso el uso vehicular de una lengua por encima de la otra –castellano, gallego y catalán son tan semejantes que pasar de una a otra no debe suponer ningún sacrificio lingüístico–, pero inculcar ojerizas normativas sólo lleva a sus impulsores al ridículo. La gente, lo admita con más o menos disgusto, hablará lo que quiera, aunque el uso de un idioma concreto sea imprescindible para relacionarse con la Administración. Y lo hará por muchos comisarios que le pongan sobre el hombro. Sólo que no dotarán a varias generaciones de ciudadanos de un arma estratégica de primer orden: hablar castellano tan sumamente bien como hablan gallego, vasco o catalán. Los jóvenes que viven en esas comunidades deben hablar esos idiomas a la perfección –no encontrarán en este articulista a alguien que crea menor el conocimiento de esas lenguas, antes al contrario–, pero no es bueno que vayan a conocer el castellano a través de Gran Hermano o de Operación Triunfo. Los odios a los idiomas se pagan muy caros a largo plazo. Díganmelo a mí, que no sé escribir bien el catalán debido a que, en mi edad de escuela, también lo aprendí en la calle.

Diminutivos


Sabino Méndez en La Razón.


Los impacientes poderes económicos que mandan mi vida me dicen que ya está bien de jugar la carta de corresponsal para pegarme unas vacaciones en Galicia y me veo obligado a despedirme de la región. Echaré particularmente de menos a un nuevo amigo que he hecho: un gallego de ida y vuelta que trabajó de sereno cerca del Congreso el 23-F.
Este hombre estaba presente, en efecto, el día en que esa respetable institución fue escandalosamente asaltada pero habla de ello como de una ocasión fuertemente jocosa. Eso me hace pensar que desprecia a los diputados y a la democracia en general, pero él me corrige. Respeta a la democracia, dice, porque es el sistema menos malo que hemos encontrado para que unos hombres ejerzan su dominio sobre otros. Pero intenta hacerme comprender que la democracia es un sistema y nuestros congresistas lo que son es humanos. Y no se puede comparar, ni poner al mismo nivel, ni tratar con los mismos métodos de análisis a un sistema abstracto que a seres humanos concretos. Le comento que eso que dice es epistemología pura. Me replica que de nuevas tecnologías no entiende pero que actualmente nuestra política es un lugar dónde se encuentra lo mejor y lo peor: hay gente sacrificadísima de enorme talento y, a la vez, trepas repugnantes que sólo buscan montárselo. En la política española, como en su revuelto mar de Finisterre, sólo la hez y la crema flotan mientras que el esforzado resto se pierde por los fondos.
Este hombre que, a sus casi ochenta años, afronta aún el mundo con vigor y combatividad, lo que verdaderamente desprecia es el uso zumbón de los diminutivos para designar a los gallegos. Le parece que eso se hace para empequeñecerlos, para disminuir su valía. Y cree que eso no es jugar limpio. Porque al final, dice, los gallegos terminan siempre mandando y todos los demás obedecen.

sábado, 10 de noviembre de 2012

martes, 6 de noviembre de 2012

La triste verdad catalana

José García Domínguez en Libertad Digital.

A propósito del muy tedioso asunto de las lenguas propias e impropias de Cataluña, hay una evidencia que no puede seguir negándose por más tiempo: la complicidad activa de la sociedad local ante la fulminante expulsión del español de la vida pública. A estas alturas del delirio colectivo, iría siendo hora ya de olvidar la fantasía pueril que aún pretende a una mayoría de catalanes buenos oprimidos y amordazados por una siniestra y todopoderosa elite de nacionalistas malos.

Así, desde la honestidad intelectual, no cabe seguir esgrimiendo, por ejemplo, que los enunciados críticos de los disidentes resultan censurados antes de poder llegar a sus cándidos y "alienados" destinatarios últimos. Eso, simplemente, no es cierto. Sí llegan. Claro que sí. Un notable grupo de intelectuales y periodistas indígenas lleva años difundiendo razonamientos contrarios al obsesivo acoso institucional contra el y lo español en Cataluña. Resultado: en el mejor de los casos, fría indiferencia; en el más frecuente y habitual, hostilidad abierta, repulsa activa y rechazo manifiesto, cuando no violencia latente. Es peor que sórdido, pero es la verdad.

Ahora, con esa solución final para el idioma apestado que han dado en llamar Ley de Educación de Cataluña, ha vuelto a constatarse lo mil veces sabido: las muestras de repudio frente al integrismo gramático siguen siendo estrictamente testimoniales, poco más que marginales; al punto de que ni siquiera pierde excesivo tiempo con la cuestión esa pasarela de jóvenes sobradamente arribistas que se coló en Ciudadanos con tal de hacer carrera donde fuera, como fuera y con quien fuera. Y pensar que basta con entender apenas un párrafo de Argumentos para el bilingüismo, el libro de Jesús Royo Arpón, para descifrar de golpe las claves todas del nada misterioso enigma catalán:

[A mediados del siglo XIX] La lengua, que estaba en las últimas y a punto de ser abandonada como un trasto inútil, de repente se tornó muy útil: funcionó como marca diferencial entre los nativos y los forasteros. Y eso, evidentemente, tenía consecuencias en cuanto al reparto de los bienes sociales, o sea, del poder (...) Los que tienen el catalán como lengua materna lo valoran como una marca entre ‘nosotros’ y ‘ellos’. Y el inmigrante lo valora aún más, como el medio para ascender un peldaño en la escala social.

Y es que la verdad resulta tan míseramente simple como eso.

Morriña


La opinión de Sabino Méndez en La Razón.

Comentábamos la semana pasada como, ya hace años, el escritor Julio Camba se quejaba de que a los gallegos como él se les suponía de antemano un carácter triste y taciturno. Un gallego alegre que tuviera algo de amor propio se veía obligado, pues, a pasarse la vida demostrando sus capacidades humorísticas mientras que un andaluz espabilado de la misma talla y peso, por el mero hecho de hablar aspirando las eses, obtenía el beneficio de ser considerado ya de entrada de un gracejo tronchante. Eso no lo veía justo y, ahora que estoy en esta región, a mí tampoco me lo parece. Pero entiendo que ese tópico no es más que otra de las excusas prefabricadas para perpetuar el eterno conflicto territorial de nuestra península. Esos estereotipos tienen varias caras. Según se les quiera tratar bien o mal, los gallegos serán tristes o reflexivos, los catalanes ahorradores o tacaños, los vascos nobles o brutos, los castellanos austeros o crueles, los andaluces alegres o vagos.
¿En serio queda alguien que todavía se crea estas memeces? Porque luego resulta que llorones, vagos, avaros, brutos y crueles encontramos en la misma exacta proporción por todas partes de la península. El conflicto territorial si sigue eternamente es porque las élites de la provincia necesitan colocar a los hijos en puestos bien pagados aunque no hagan gran cosa o su nivel sea discutible. La excusa será cualquiera: a veces la lengua, el agua, los incendios forestales, los tópicos de los que estamos hablando o lo que sea. Lo importante es que el conflicto territorial entre regiones siga, no vayan a derrumbarse un montón de puestos de trabajo financiados con dinero público: toda una industria retórica basada en convencer al crédulo de que los locales lo defenderán mejor. Y ese derrumbe sí que iba a provocar una gran morriña en muchas cuentas corrientes particulares.

lunes, 15 de octubre de 2012

Lengua censurada

El problema de la lengua

Investigación rigurosa y fina en Cádiz


Félix de Azúa en El Periódico de Catalunya.

Siempre que se abate sobre el mundo una crisis, los cráneos científicos buscamos un lugar donde constatar con rigor los datos que se publicitan y politizan. La vez anterior trabajé sobre Sanlúcar de Barrameda, de manera que ahora me voy a Cádiz. Solo en lugares como esa milenaria península, castigada por las finanzas y relegada de la caridad autonómica, se puede medir el grado de espanto y horror de la crisis. Puedo adelantar que el consumo de langostinos ha subido un 85% en los últimos dos meses, y el de manzanilla, un 73%.
Es jueves: los bares, tabernas y figones están a rebosar, los restaurantes elegantes, más. Me acerco a la calle Columela, el banco de datos más denso de la ciudad porque concentra el negocio refitolero tipo Armani, pero no puedo entrar. Es una corredera de unos tres metros de ancho, pero desde las cuatro de la tarde está tomada por la población toda de Cádiz. Con hegemonía de las madres de cochecito. Cuento en media hora 94 cochecitos en feroz competencia con los manteros que extienden su producto (tan nocivo para la ministra) sin compadecerse de las jóvenes madres. Los atascos son fenomenales.
Recojo datos con Perico, de la Asociación Qultura y, según vemos, el pueblo gaditano ha elegido una senda feliz para luchar contra la crisis: gastar más. Los 100 langostinos extra sirven para que el tabernero se compre zapatos, el zapatero una moto, el gasolinero un pantalón, y así sucesivamente. La crisis, allí, ha sido detenida.
Para verificarlo, me voy en barco al Puerto de Santa María, lugar muy pavorosamente castigado por la crisis. Todo en orden: el consumo de langostinos, según constato en los cocederos, es superior al de Cádiz. Regreso feliz. Mañana podré explicar a Zapatero o quizá a Carla cómo hay que apañarse para salir de la crisis. Desde el barco veo relumbres blancos de alas como hoces: son los charranes lanzándose en picado sobre las aguas, de las que emergen con un boquerón en el pico. En este pasmoso lugar, la Gran Madre Inagotable ha adiestrado a todos sus hijos en la lucha por el pescaíto.

¿Andalucía?


Elvira Lindo en El País.

Domingo por la noche en Cádiz. Domingo lluvioso, antiguo, de los de quedarse en casa viendo la tele. En la pantalla, una mujer humilde a la que un programa rinde homenaje. La mujer, perteneciente a esa generación que se quitó la comida de la boca para dársela a sus hijos, va a recibir un regalo sorpresa de la tele. El sueño de su vida: un traje de faralaes para ir a la Feria. Todo esto sucede en un clima de sensiblería insoportable. La locutora, que no quiere quedarse atrás en este maratón de andalucismo, aporta a la escena un acento exagerado, estúpidamente paternalista, como si el pueblo invitado al programa fuera un bebé con el que un presentador hubiera de rebajar el nivel. ¿Es esto Andalucía? Eso cree Canal Sur, cadena pública que suele apelar con alarmante frecuencia a una tradición cargada de tópicos, alegrías baratas y, muy a menudo, chabacanería.
La mujer llora al ver el traje y un grupo musical rubrica el acto de entrega con unas sevillanas que exaltan la importancia que para los hijos tienen las madres. A mí me duele la utilización impúdica de esas lágrimas. ¿Es ésta la manera en la que una televisión pública habla del pueblo que paga su factura? Nada menos que el 24% de la comunidad andaluza se encuentra en el paro o al filo de estarlo. Con lo cual, este populacherismo sin interrupción, esta deformación constante de la realidad, que en periodos de bonanza resulta empachoso, en épocas de crisis es una burla, una burla. Sé de muchos andaluces que sienten vergüenza viendo esta caricatura televisiva de su tierra; también hay otros, es cierto, que se han educado bajo el dominio del pintoresquismo autocomplaciente e ignoran que hubo un tiempo en que sus artistas, Lorca, Juan Ramón Jiménez, Falla, Machado, tantos otros, lucharon activamente por la dignificación de la cultura popular.

Serierad con Europa


Antonio Gala en El Mundo.

ALGUNAS de nuestras Autonomías dan la tabarra en la UE al ofrecer peculiaridades ajenas a la legislación general. El Consejo de Estado ya emitió una consulta, que temo encerrada en La Moncloa.A imitación de Alemania, donde el interés general lo define el Gobierno federal, no los länder, tendría que resolverse nuestro caso. Más, porque España no es un Estado federal ni que a la ventana te asomes; más bien un corral de gallitos gritones. Esperemos que la experiencia de Chaves los armonice, pero sin excesiva confianza. Porque corremos el riesgo de que manden a hacer puñetas nuestros protagonismos aldeanos. Una verdad mayor: el Estado es el único actor responsable ante Europa. Y no cabe otra. Sí; armonizar a través de leyes ya previstas en la Constitución (150.3).Para lo que se necesitaría otra legislación acordada en común. Y eso es ya atroz: una multiplicación de preceptos redactados por gente sin otra idea que llevarse el gato al agua... Los políticos son blandengues si necesitan votos; los representantes, iletrados; y la postura estatal, de plastilina

Pijoaparte


Jon Juaristi en ABC.

No hay, en la literatura española contemporánea, un personaje más redondo y logrado que el Pijoaparte, y Marsé se merecía el Cervantes y la inmortalidad por sólo esa novela, Últimas tardes con Teresa, de 1966, que es el gran retrato de la España progresada del desarrollismo y del declive de la dictadura franquista, vislumbrada a través del prisma barcelonés: ficción picaresca y cervantina que sacó todo el partido posible, y más, de uno de los estereotipos aurorales del realismo histórico, el Julien Sorel, de Stendhal. Javier Cercas compara a Adolfo Suárez con Sorel en su última novela, Anatomía de un instante, pero el símil no es ni la mitad de convincente que la reconstrucción tácita del modelo por Marsé, y es que la época ayudaba, porque en los sesenta España estaba llena de réplicas de Sorel, pero ningún otro novelista tuvo el genio suficiente para elevarlo a símbolo traspasando la mera parodia, que es lo que Cervantes hizo con don Quijote, porque parodias del hidalgo con ínfulas caballerescas ya las había a manta desde antes del Lazarillo, y hacer de Suárez un Sorel no dice nada nuevo de un tiempo y de un país en los que todos fuimos Julien Sorel, pero tuvo que llegar Marsé a contárnoslo para que nos diéramos cuenta.
El arquetipo estaba ahí, a la vista, en la vida cotidiana de la gran ciudad, y no pasaba desapercibido a los novelistas. Mucho menos, a los poetas comprometidos del entorno de Marsé, como Gil de Biedma, que, tras evocar a los chicos murcianos de Montjuic, expresa su deseo de que ganen la guerra civil que sus padres perdieron: «Sean ellos sin más preparación/ que su instinto de vida/ más fuertes al final que el patrón que les paga/ y que el saltataullels que les desprecia./ Que la ciudad les pertenezca un día./ Como les pertenece esta montaña,/ este despedazado anfiteatro/ de las nostalgias de una burguesía». Moralidades es también de 1966, como la novela de Marsé, pero ya nueve años antes, Pasolini, en Le ceneri de Gramsci, había cantado en términos muy parecidos a los muchachos romanos que «hacen a Italia suya, con su sonrisa dialectal», que no encubre memoria alguna, sino el impulso del sexo junto al «cinismo más verdadero» y «la más verdadera pasión». Cualquiera de ellos podía ser Pijoaparte, pero los poetas de izquierda se recreaban en el tópico, en el mito de la barbarie redentora que ya habían ensayado los románticos, edulcorado con alguna delicuescencia erótica en los casos de homosexuales implícitos o explícitos como Gil de Biedma y Pasolini. Para ellos, la realidad se les ofrecía ya literariamente formada, como un mito («in essi, inermi, per essi/ il mito rinasce...»). No había atisbo alguno de indagación, ni siquiera de interés en las vidas individuales, ya fueran éstas las de los idealizados efebos del subproletariado o la de la prima Montse, que acababa fugándose con uno de aquellos randas. Y eso precisamente era lo que Marsé descubría, lo irrepetible de cada oscura historia, que quizá fueran ejemplares, pero nunca tópicas.
De ahí que Pijoaparte haya resistido el paso de los años, mientras que los arquetipos de la poesía comprometida, los jóvenes bárbaros sin patria y sin cultura que acampaban en las afueras de la ciudad burguesa, fueron disciplinadamente encuadrados por un nacionalismo que se jactaba, y con razón, de poder fabricar etnia a partir de cualquier materia prima, más maleable cuanto más desarraigada. En cambio, la vida que refleja el espejo móvil de la gran novela, por muy universal que sea el horizonte a que apunta su pretensión moral, jamás se somete a conformismos gregarios.

Caminos


Sabino Méndez, en La Razón.


Aquí en Galicia, los lugareños tienen televisión, en efecto, pero la interpretación que hacen de lo que por ella brota es muy diferente a la nuestra. Véase, por ejemplo, la percepción de la flamante y reciente remodelación ministerial. Hablábamos la semana pasada de las complicadas vías de comunicación que siempre han sufrido los gallegos debido al clima y la orografía de su zona (no hay conductor que no conozca las temibles nieblas de Ponferrada). Esa complicación ha hecho saber a los gallegos, antes que nadie, que gobernar a golpe de mapa geográfico es tan absurdo como gobernar a golpe de sondeo. Así, el nacionalismo ha resultado ser aquí más endeble que una argumentación de Suso de Toro. Por contra, flota en el aire una confianza no consciente en que el nuevo ministro de Fomento aliviará un poco esa complicación de comunicaciones, porque es sabido que lo primero que hacen esos ministros al llegar a su puesto de trabajo es construir un AVE que les lleve rápido y suave hasta los terrenos de su infancia. ¿Por qué en Galicia entonces la malintencionada e interesada promoción del conflicto territorial no ha prosperado? Muy sencillo: porque tienen al lado a Portugal con su inflación desmesurada y sus desalentadores índices de paro y crecimiento. Los gallegos no ven Lisboa como un simple destino turístico, sino como el espejo de que (por mucho que se rasguen las vestiduras con victimismo histérico los fariseos nacionalistas) las cosas siempre podían ser mucho más complicadas y los obstáculos contra los que luchar mucho más grandes. Ahí está, en la práctica, desnuda, reluciente bajo el sol, la prueba fehaciente del lugar en el mundo a donde llevan los nacionalismos. Desde luego, los caminos del Señor (y también los del ministro de Fomento) son en verdad inescrutables. Los lugares de destino, en cambio, no.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Con la inmersión suspendemos en matemáticas


Jesús Royo en La Voz Libre.

El SEDEC ha encargado un estudio para controlar la eficacia de la inmersión en niños de siete años. Una especie de auditoría. Está claro que el SEDEC no es neutral: por eso, ese estudio no nos merece precisamente una confianza ciega.

Se comparan los resultados de los niños castellanohablantes educados en castellano (grupo A) con los niños de inmersión: castellanohablantes (grupo B) y catalanohablantes (grupo C). Obtienen respectivamente, como nota de castellano, 8, 7 y 7. De catalán: 5, 7 y 8. Y el SEDEC se felicita por los resultados y la labor realizada: valoración positiva.

Pero -y aquí es donde le duele- resulta que en matemáticas los puntos son 5, 4 y 5. O sea, los que tienen la escuela en su lengua aprueban y los que aprenden en una lengua no materna, suspenden. ¡Alto! Entre aprobar y suspender hay una diferencia cualitativa: significa ir a la universidad o quedarse en la calle, significa trabajar o ir a la cola del paro.

Yo lo encuentro desolador. Que el niño 'inmersionado' gane dos puntos en catalán no es ninguna sorpresa, es de lo que se trata. Pero que el precio sea perder un punto en castellano, su lengua, y otro punto en matemáticas, creo que debería hacer sonar la alarma. La propia lengua es nuestra mayor riqueza, es el puente más directo a la realidad, a la belleza y al saber. De la propia lengua hay que tener un conocimiento extenso e intenso, dominar todos sus recursos expresivos. La propia lengua ha de estar sólida y perfectamente instalada. Y las matemáticas: indican la aptitud para el pensamiento formal, la capacidad para plantearse los problemas y los procesos para resolverlos. O sea, la plena adaptación a la vida, la capacidad para anticiparse y dominar los acontecimientos.

A los inmigrantes nos han vendido la moto de que la inmersión era una garantía para encontrar trabajo en el futuro. Pero yo creo que, tal como pintan las cosas, la inmersión nos deja más desarmados que nunca. Los ‘inmersionados’ en su gran mayoría continuarán haciendo de basureros, albañiles y mujeres de la limpieza.