lunes, 15 de octubre de 2012

Lengua censurada

El problema de la lengua

Investigación rigurosa y fina en Cádiz


Félix de Azúa en El Periódico de Catalunya.

Siempre que se abate sobre el mundo una crisis, los cráneos científicos buscamos un lugar donde constatar con rigor los datos que se publicitan y politizan. La vez anterior trabajé sobre Sanlúcar de Barrameda, de manera que ahora me voy a Cádiz. Solo en lugares como esa milenaria península, castigada por las finanzas y relegada de la caridad autonómica, se puede medir el grado de espanto y horror de la crisis. Puedo adelantar que el consumo de langostinos ha subido un 85% en los últimos dos meses, y el de manzanilla, un 73%.
Es jueves: los bares, tabernas y figones están a rebosar, los restaurantes elegantes, más. Me acerco a la calle Columela, el banco de datos más denso de la ciudad porque concentra el negocio refitolero tipo Armani, pero no puedo entrar. Es una corredera de unos tres metros de ancho, pero desde las cuatro de la tarde está tomada por la población toda de Cádiz. Con hegemonía de las madres de cochecito. Cuento en media hora 94 cochecitos en feroz competencia con los manteros que extienden su producto (tan nocivo para la ministra) sin compadecerse de las jóvenes madres. Los atascos son fenomenales.
Recojo datos con Perico, de la Asociación Qultura y, según vemos, el pueblo gaditano ha elegido una senda feliz para luchar contra la crisis: gastar más. Los 100 langostinos extra sirven para que el tabernero se compre zapatos, el zapatero una moto, el gasolinero un pantalón, y así sucesivamente. La crisis, allí, ha sido detenida.
Para verificarlo, me voy en barco al Puerto de Santa María, lugar muy pavorosamente castigado por la crisis. Todo en orden: el consumo de langostinos, según constato en los cocederos, es superior al de Cádiz. Regreso feliz. Mañana podré explicar a Zapatero o quizá a Carla cómo hay que apañarse para salir de la crisis. Desde el barco veo relumbres blancos de alas como hoces: son los charranes lanzándose en picado sobre las aguas, de las que emergen con un boquerón en el pico. En este pasmoso lugar, la Gran Madre Inagotable ha adiestrado a todos sus hijos en la lucha por el pescaíto.

¿Andalucía?


Elvira Lindo en El País.

Domingo por la noche en Cádiz. Domingo lluvioso, antiguo, de los de quedarse en casa viendo la tele. En la pantalla, una mujer humilde a la que un programa rinde homenaje. La mujer, perteneciente a esa generación que se quitó la comida de la boca para dársela a sus hijos, va a recibir un regalo sorpresa de la tele. El sueño de su vida: un traje de faralaes para ir a la Feria. Todo esto sucede en un clima de sensiblería insoportable. La locutora, que no quiere quedarse atrás en este maratón de andalucismo, aporta a la escena un acento exagerado, estúpidamente paternalista, como si el pueblo invitado al programa fuera un bebé con el que un presentador hubiera de rebajar el nivel. ¿Es esto Andalucía? Eso cree Canal Sur, cadena pública que suele apelar con alarmante frecuencia a una tradición cargada de tópicos, alegrías baratas y, muy a menudo, chabacanería.
La mujer llora al ver el traje y un grupo musical rubrica el acto de entrega con unas sevillanas que exaltan la importancia que para los hijos tienen las madres. A mí me duele la utilización impúdica de esas lágrimas. ¿Es ésta la manera en la que una televisión pública habla del pueblo que paga su factura? Nada menos que el 24% de la comunidad andaluza se encuentra en el paro o al filo de estarlo. Con lo cual, este populacherismo sin interrupción, esta deformación constante de la realidad, que en periodos de bonanza resulta empachoso, en épocas de crisis es una burla, una burla. Sé de muchos andaluces que sienten vergüenza viendo esta caricatura televisiva de su tierra; también hay otros, es cierto, que se han educado bajo el dominio del pintoresquismo autocomplaciente e ignoran que hubo un tiempo en que sus artistas, Lorca, Juan Ramón Jiménez, Falla, Machado, tantos otros, lucharon activamente por la dignificación de la cultura popular.

Serierad con Europa


Antonio Gala en El Mundo.

ALGUNAS de nuestras Autonomías dan la tabarra en la UE al ofrecer peculiaridades ajenas a la legislación general. El Consejo de Estado ya emitió una consulta, que temo encerrada en La Moncloa.A imitación de Alemania, donde el interés general lo define el Gobierno federal, no los länder, tendría que resolverse nuestro caso. Más, porque España no es un Estado federal ni que a la ventana te asomes; más bien un corral de gallitos gritones. Esperemos que la experiencia de Chaves los armonice, pero sin excesiva confianza. Porque corremos el riesgo de que manden a hacer puñetas nuestros protagonismos aldeanos. Una verdad mayor: el Estado es el único actor responsable ante Europa. Y no cabe otra. Sí; armonizar a través de leyes ya previstas en la Constitución (150.3).Para lo que se necesitaría otra legislación acordada en común. Y eso es ya atroz: una multiplicación de preceptos redactados por gente sin otra idea que llevarse el gato al agua... Los políticos son blandengues si necesitan votos; los representantes, iletrados; y la postura estatal, de plastilina

Pijoaparte


Jon Juaristi en ABC.

No hay, en la literatura española contemporánea, un personaje más redondo y logrado que el Pijoaparte, y Marsé se merecía el Cervantes y la inmortalidad por sólo esa novela, Últimas tardes con Teresa, de 1966, que es el gran retrato de la España progresada del desarrollismo y del declive de la dictadura franquista, vislumbrada a través del prisma barcelonés: ficción picaresca y cervantina que sacó todo el partido posible, y más, de uno de los estereotipos aurorales del realismo histórico, el Julien Sorel, de Stendhal. Javier Cercas compara a Adolfo Suárez con Sorel en su última novela, Anatomía de un instante, pero el símil no es ni la mitad de convincente que la reconstrucción tácita del modelo por Marsé, y es que la época ayudaba, porque en los sesenta España estaba llena de réplicas de Sorel, pero ningún otro novelista tuvo el genio suficiente para elevarlo a símbolo traspasando la mera parodia, que es lo que Cervantes hizo con don Quijote, porque parodias del hidalgo con ínfulas caballerescas ya las había a manta desde antes del Lazarillo, y hacer de Suárez un Sorel no dice nada nuevo de un tiempo y de un país en los que todos fuimos Julien Sorel, pero tuvo que llegar Marsé a contárnoslo para que nos diéramos cuenta.
El arquetipo estaba ahí, a la vista, en la vida cotidiana de la gran ciudad, y no pasaba desapercibido a los novelistas. Mucho menos, a los poetas comprometidos del entorno de Marsé, como Gil de Biedma, que, tras evocar a los chicos murcianos de Montjuic, expresa su deseo de que ganen la guerra civil que sus padres perdieron: «Sean ellos sin más preparación/ que su instinto de vida/ más fuertes al final que el patrón que les paga/ y que el saltataullels que les desprecia./ Que la ciudad les pertenezca un día./ Como les pertenece esta montaña,/ este despedazado anfiteatro/ de las nostalgias de una burguesía». Moralidades es también de 1966, como la novela de Marsé, pero ya nueve años antes, Pasolini, en Le ceneri de Gramsci, había cantado en términos muy parecidos a los muchachos romanos que «hacen a Italia suya, con su sonrisa dialectal», que no encubre memoria alguna, sino el impulso del sexo junto al «cinismo más verdadero» y «la más verdadera pasión». Cualquiera de ellos podía ser Pijoaparte, pero los poetas de izquierda se recreaban en el tópico, en el mito de la barbarie redentora que ya habían ensayado los románticos, edulcorado con alguna delicuescencia erótica en los casos de homosexuales implícitos o explícitos como Gil de Biedma y Pasolini. Para ellos, la realidad se les ofrecía ya literariamente formada, como un mito («in essi, inermi, per essi/ il mito rinasce...»). No había atisbo alguno de indagación, ni siquiera de interés en las vidas individuales, ya fueran éstas las de los idealizados efebos del subproletariado o la de la prima Montse, que acababa fugándose con uno de aquellos randas. Y eso precisamente era lo que Marsé descubría, lo irrepetible de cada oscura historia, que quizá fueran ejemplares, pero nunca tópicas.
De ahí que Pijoaparte haya resistido el paso de los años, mientras que los arquetipos de la poesía comprometida, los jóvenes bárbaros sin patria y sin cultura que acampaban en las afueras de la ciudad burguesa, fueron disciplinadamente encuadrados por un nacionalismo que se jactaba, y con razón, de poder fabricar etnia a partir de cualquier materia prima, más maleable cuanto más desarraigada. En cambio, la vida que refleja el espejo móvil de la gran novela, por muy universal que sea el horizonte a que apunta su pretensión moral, jamás se somete a conformismos gregarios.

Caminos


Sabino Méndez, en La Razón.


Aquí en Galicia, los lugareños tienen televisión, en efecto, pero la interpretación que hacen de lo que por ella brota es muy diferente a la nuestra. Véase, por ejemplo, la percepción de la flamante y reciente remodelación ministerial. Hablábamos la semana pasada de las complicadas vías de comunicación que siempre han sufrido los gallegos debido al clima y la orografía de su zona (no hay conductor que no conozca las temibles nieblas de Ponferrada). Esa complicación ha hecho saber a los gallegos, antes que nadie, que gobernar a golpe de mapa geográfico es tan absurdo como gobernar a golpe de sondeo. Así, el nacionalismo ha resultado ser aquí más endeble que una argumentación de Suso de Toro. Por contra, flota en el aire una confianza no consciente en que el nuevo ministro de Fomento aliviará un poco esa complicación de comunicaciones, porque es sabido que lo primero que hacen esos ministros al llegar a su puesto de trabajo es construir un AVE que les lleve rápido y suave hasta los terrenos de su infancia. ¿Por qué en Galicia entonces la malintencionada e interesada promoción del conflicto territorial no ha prosperado? Muy sencillo: porque tienen al lado a Portugal con su inflación desmesurada y sus desalentadores índices de paro y crecimiento. Los gallegos no ven Lisboa como un simple destino turístico, sino como el espejo de que (por mucho que se rasguen las vestiduras con victimismo histérico los fariseos nacionalistas) las cosas siempre podían ser mucho más complicadas y los obstáculos contra los que luchar mucho más grandes. Ahí está, en la práctica, desnuda, reluciente bajo el sol, la prueba fehaciente del lugar en el mundo a donde llevan los nacionalismos. Desde luego, los caminos del Señor (y también los del ministro de Fomento) son en verdad inescrutables. Los lugares de destino, en cambio, no.