viernes, 14 de enero de 2011

Anatomía de un instante. (9)


Los militares golpistas no tenían razón, pero tenían razones, y algunas de ellas eran muy poderosas. No me refiero a la inquietud con que asistían hacia 1980 al deterioro de la situación política política, social y económica, ni al disgusto sin disimulo que les producía -a ellos, que habían sido encargados por la Constitución del 78 de la defensa de la unidad de España pero que se sentían vinculados a ese mandato por un imperativo enterrado en su ADN- la proliferación de banderas y reivindicaciones nacionalistas y la descentralización impulsada por el Estado de las Autonomías, una combinación de palabras que para la inmensa mayoría de los militares era apenas un eufemismo que ocultaba o anticipaba la voladura controlada de la patria; me refiero a un asunto mucho más hiriente, en definitiva una de las causas directas del golpe de estado: el terrorismo, y en particular el terrorismo de ETA, que por aquellas fechas se encarnizaba con el ejército y la guardia civil ante la indulgencia de una izquierda que aún no había desprovisto a los etarras de su aureola de luchadores antifranquistas. Es fácil entender esta actitud de la izquierda. Basta recordar para ello el funesto papel del sostén de la dictadura que durante cuarenta años desempeñaron el ejército, la guardia civil y la policía, por no mencionar la lista abultada de sus atrocidades; es imposible justificarla: si las Fuerzas Armadas debían proteger con todos sus medios a la sociedad democrática frente a sus enemigos, la sociedad democrática debía proteger con todos sus medios a las Fuerzas Armadas de la matanza a que estaban siendo sometidas, o al menos debía solidarizarzse con sus miembros. No lo hizo, y la consecuencia de ese error fue que las Fuerzas Armadas se sintieron abandonadas por una parte considerable de la sociedad democrática y que terminar con aquella matanza se convirtió, a ojos de una parte considerable de las fuerzas armadas, en un argumento irresistible para terminar con la sociedad democrática.

Anatomía de un instante. (8)

Un cliché historiográfico afirma que el cambio de la dictadura a la democracia en España fue posible gracias a un pacto de olvido. Es mentira; o, lo que es lo mismo, es una verdad fragmentaria, que sólo empieza a completarse con el cliché opuesto. El cambio de la dictadura a la democracia en España fue posible gracias a un pacto de recuerdo. Hablando en general, la transición -el período histórico que conocemos con esa palabra equívoca, que sugiere la falsedad de que la democracia fue una consecuencia ineluctable del franquismo y no el fruto de una voluntariosa e improvisada concatenación de azares facilitada por la decrepitud de la dictadura- consistió en un pacto mediante el cual los vencidos de la guerra civil renunciaron a ajustar cuentas por lo ocurrido durante cuarenta y tres años de guerra y dictadura, mientras que, en contrapartida, tras cuarenta y tres años ajustándoles las cuentas a los vencidos los vencedores aceptaban la creación de un sistema político que acogiese a unos y a otros y que fuese en lo esencial idéntico al sistema derrotado en la guerra. Ese pacto no incluía olvidar el pasado: incluía aparcarlo, soslayarlo, darlo de lado; incluía renunciar a usarlo políticamente, pero no incluía olvidarlo.

Cervantes, esquina a León.


Un artículo de Arturo Pérez-Reverte.


Me gusta la calle Cervantes de Madrid. No porque sea especialmente bonita, que no lo es, sino porque cada vez que la piso tengo la impresión de cruzarme con amistosos fantasmas que por allí transitan. En la esquina con la calle Quevedo, uno se encuentra exactamente entre la casa de Lope de Vega y la calle donde vivió Francisco de Quevedo, pudiendo ver, al fondo, el muro de ladrillo del convento de las Trinitarias, donde enterraron a Cervantes. A veces me cruzo por allí con estudiantes acompañados de su profesor. Eso ocurrió el otro día, frente al lugar donde estuvo la casa del autor del Quijote, recordado por dos humildes placas en la fachada –en Londres o París esa calle sería un museo espectacular con colas de visitantes, librerías e instalaciones culturales, pero estamos en Madrid, España–. La estampa del grupo era la que pueden imaginar: una veintena de chicos aburridos, la profesora contando lo de la casa cervantina, cuatro o cinco atendiendo realmente interesados, y el resto hablando de sus cosas o echando un vistazo al escaparate de un par de tiendas cercanas. Cervantes les importa un carajo, me dije una vez más. Algo comprensible, por otra parte. En el mundo que les hemos dispuesto, poca falta les hace. Mejor, quizás, que ignoren a que sufran.

Pasaba junto a ellos cuando la profesora me reconoció. Es un escritor, les dijo a los chicos. Autor de tal y cual. Cuando pronunció el nombre del capitán Alatriste, alguno me miró con vago interés. Les sonaba, supongo, por Viggo Mortensen. Saludé, todo lo cortés que pude, e hice ademán de seguir camino. Entonces la profesora dijo que yo conocía ese barrio, y que les contase algo sobre él. Cualquier cosa que pueda interesarles, pidió.

La docencia no es mi vocación. Además, albergo serias reservas sobre el interés que un grupo de quinceañeros puede tener, a las doce de la mañana de un día de invierno frío y gris, en que un fulano con canas en la barba les cuente algo sobre el barrio de las Letras. Pero no tenía escapatoria. Así que recurrí a los viejos trucos de mi lejano oficio. Plantéatelo como una crónica de telediario, me dije. Algo que durante minuto y medio trinque a la audiencia. Una entradilla con gancho, y son tuyos. Luego te largas. «Se odiaban a muerte», empecé, viendo cómo la profesora abría mucho los ojos, horrorizada. «Eran tan españoles que no podían verse unos a otros. Se envidiaban los éxitos, la fama y el dinero. Se despreciaban y zaherían cuanto les era posible. Se escribían versos mordaces, insultándose. Hasta se denunciaban entre sí. Eran unos hijos de la grandísima puta, casi todos. Pero eran unos genios inmensos, inteligentes. Los más grandes. Ellos forjaron la lengua magnífica en la que hablamos ahora.»

Me reía por los adentros, porque ahora todos los chicos me miraban atentos. Hasta los de los escaparates se habían acercado. Y proseguí: «Tenéis suerte de estar aquí –dije, más o menos–. Nunca en la historia de la cultura universal se dio tanta concentración de talento en cuatro o cinco calles. Se cruzaban cada día unos y otros, odiándose y admirándose al mismo tiempo, como os digo. Ahí está la casa de Lope, donde alojó a su amigo el capitán Contreras, a pocos metros de la casa que Quevedo compró para poder echar a su enemigo Góngora. Por esta esquina se paseaban el jorobado Ruiz de Alarcón, que vino de México, y el joven Calderón de la Barca, que había sido soldado en Flandes. En el convento que hay detrás enterraron a Cervantes, tan fracasado y pobre que ni siquiera se conservan sus huesos. Lo dejaron morir casi en la miseria, y a su entierro fueron cuatro gatos. Mientras que al de su vecino Lope, que triunfó en vida, acudió todo Madrid. Son las paradojas de nuestra triste, ingrata, maldita España».

No se oía una mosca. Sólo mi voz. Los chicos, todos, estaban agrupados y escuchaban respetuosos. No a mí, claro, sino el eco de las gentes de las que les hablaba. No las palabras de un escritor coñazo cuyas novelas les traían sin cuidado, sino la historia fascinante de un trocito de su propia cultura. De su lengua y de su vieja y pobre patria. Y qué bien reaccionan estos cabroncetes, pensé, cuando les das cosas adecuadas. Cuando les hacen atisbar, aunque sea un instante, que hay aventuras tan apasionantes como el Paris-Dakar o mira quien baila, y que es posible acceder a ellas cuando se camina prevenido, lúcido, con alguien que deje miguitas de pan en el camino. Le sonreí a la profesora, y ella a mí. «Bonito trabajo el suyo, maestra», dije. «Y difícil», respondió. «Pero siempre hay algún justo en Sodoma», apunté señalando al grupo. Mientras me alejaba, oí a algunos chicos preguntar qué era Sodoma. Me reía a solas por la calle del León, camino de Huertas. Desde unos azulejos en la puerta de un bar, Francisco de Quevedo me guiñó un ojo, guasón. Le devolví el guiño. La mañana se había vuelto menos gris y menos fría.

Los fanáticos gallegos


Un artículo de Edurne Uriarte en ABC.

La gran diferencia entre los fanáticos españoles y los de nuestros países vecinos es que los de aquí están amparados por el poder Y lo digo esta vez por los fanáticos que atacaron el domingo a los manifestantes que exigían la libertad de elección lingüística en Galicia. Lo grave es que estos fanáticos agredieran violentamente a manifestantes pacíficos. Lo gravísimo es que un partido del Gobierno gallego, el BNG, los amparara. Y lo incomprensible y lamentable en la Europa democrática es que el partido del Gobierno de la nación mantenga pactos con estos radicales y reproduzca en Galicia el sucio juego de las dos partes del conflicto.

En una línea perfectamente batasuna, Quintana acusó a Feijóo de fomentar «los incidentes», es decir, las agresiones violentas de los fanáticos, con su «odio al gallego». Que es exactamente lo que dicen los totalitarios vascos para depurar a quienes defienden el derecho a usar el español. El problema español es que este Le Pen gallego recibe todos los parabienes de la izquierda en el poder. Y mientras en Francia organizan movilizaciones generales para alejar de las instituciones a políticos como estos, en España, el PSOE pacta, acuerda y se entiende con ellos.

José Blanco condenó las agresiones del domingo. Pero no se le pasó por la cabeza romper con el partido que ampara las agresiones. Y, lo que es igual de grave, añadió la teoría del conflicto, con aquello de que él se rebela contra aquellos «que quieren imponer exclusivamente el gallego o exclusivamente el castellano». O sea, que, para Blanco, los violentos totalitarios que atacaron a los manifestantes son comparables a los que exigen el derecho a poder usar el español.

Es la misma historia del País Vasco y de Cataluña y demuestra lo que algunos estamos advirtiendo desde hace mucho tiempo. Que hay un extremismo antidemocrático independiente del terrorismo, que va a sobrevivir al terrorismo y que se ha instalado en las instituciones o en los aledaños de las instituciones de esas regiones. Con la complacencia de la izquierda democrática que convive tranquila y feliz con los Le Pen españoles.

En juego, la democracia.


Joseba Arregui, en El Diario Vasco.

Lo único que puede unir en una sociedad es la condición de ciudadanos y no una determinada identidad, un sentimiento. La democracia no niega ni las identidades ni los sentimientos: niega que ninguno de los muchos existentes pretenda ser el único válido en el espacio público. Que el nacionalismo vasco entienda esto es lo que está en juego todavía, por desgracia, en estas elecciones.


Y la libertad, habría que añadir, ya que parece que vamos olvidando que si con algo tiene que ver la democracia es con la libertad. Aunque no sea ésta su intención, la lista electoral con el nombre D3M -Democracia 3 millones- y la lista con el nombre Askatasuna -libertad- ponen el dedo en la llaga: después de treinta años y de tantas elecciones, en cada una convocada en y para la sociedad vasca lo que sigue estando en juego es la democracia y la libertad.

Es evidente que el sentido dado a las palabras democracia y libertad por los impulsores de esas dos listas electorales y el que yo pretendo darles aquí son radicalmente opuestos. Pero será bueno tratar de explicar con claridad en qué consisten esas diferencias para saber lo que realmente está en juego en estas elecciones. Y lo que está en juego no es saber si para solucionar los problemas de la sociedad vasca hay que ser de aquí -y de aquí son sólo los nacionalistas, como pretenden ellos, aunque el problema principal, el terrorismo, haya sido producido por los de aquí, y muy de aquí-. Tampoco está en juego el autogobierno, aunque sí pueden estar en juego distintas formas, legítimas, de entender el autogobierno, algunas más democráticas y defensoras de la libertad que otras.

Quienes se colocan del lado de los impulsores de las dos listas electorales citadas -el conglomerado ETA-Batasuna- entienden que en la sociedad vasca no existen ni la democracia ni la libertad. Y los dos argumentos fundamentales que usan para ello son el no reconocimiento por parte de la Constitución española y del Estado de Derecho de la autodeterminación -en alguno de los ropajes que se le han cosido por parte del nacionalismo en los últimos años-, y el hecho de que la Ley de Partidos Políticos impide a algunos ciudadanos vascos el ejercicio del derecho básico, activo y pasivo, de elección -anulando determinadas listas electorales, ilegalizando determinados partidos, impidiendo así que se puedan votar esas opciones-.

Las únicas constituciones que han asumido en su articulado el derecho de autodeterminación de entidades inferiores al propio Estado para el que se aprobaba la constitución fueron la constitución estalinista de la URSS y la titoísta de Yugoslavia. Y la razón es obvia, porque en ambos casos era evidente quién podía decidir si existía o no como sujeto político esa entidad inferior capaz de autodeterminarse: el comité central del partido comunista.

En ninguna otra constitución se prevé el derecho de autodeterminación, lo que no significa que no puedan darse casos en los que se practique: cuando es manifiesta la existencia de una mayoría clara a favor de la separación, para cuyo caso, en los supuestos regulados como Canadá, se exigen claras preguntas, claras mayorías y la obligación de una negociación. Pero si se pone de manifiesto la existencia de una clara mayoría, no hay gobierno en Europa que pueda impedir la separación. Tampoco el español. Ni el francés. Pero resulta que ETA sigue matando porque no cree que exista una mayoría clara en la sociedad vasca para llevar a cabo su proyecto independentista.

El derecho básico a elegir y ser elegido no es un derecho absoluto. No es antidemocrático exigir que quienes quieren participar en el juego democrático condenen la violencia, admitan el principio fundamental sin el que no existe Estado de Derecho, el monopolio legítimo de la violencia: sólo el Estado puede ejercer violencia -privar de libertad a los delincuentes, imponer tasas e impuestos-. Los vascos pueden elegir a independentistas de izquierda -Aralar-, independentistas socialdemócratas -EA- e independentistas de centro -el PNV de Ibarretxe-. No pueden elegir a quienes no condenan la violencia. Y no es extraño que, yendo al fondo de la cuestión, el entorno de ETA tenga dificultades con el concepto de Estado, aunque sea Estado de Derecho, y apueste por las naciones sin Estado. No es ninguna casualidad.

¿Por qué están, en estos comicios, la democracia y la libertad en juego? Porque existe la violencia terrorista y con ello la falta de libertad: de quienes están perseguidos, de quienes son objetivo de ETA, de quienes necesitan escolta para poder salir de casa. Porque la persistencia de la violencia terrorista ha llevado a muchos en la sociedad vasca a enmascarar su pensamiento, a pensar bajo la presión directa e indirecta de la violencia. Porque la persistencia de la violencia hace difícil en la Euskadi de hoy la libertad de expresión, la manifestación de posiciones contrarias a ETA, contrarias a la autodeterminación, contrarias al nacionalismo.

En la sociedad vasca todavía no ha llegado a imponerse la idea de que la traducción moderna de la libertad de conciencia, matriz de todas las libertades políticas en Europa, es la libertad de identidad, que lo único que puede unir a los ciudadanos de una sociedad es precisamente la condición de ciudadanos y no una determinada identidad, no un determinado sentimiento, no un determinado interés. La democracia no niega ni las identidades, ni los sentimientos, ni los intereses: niega que ninguno de los muchos existentes pueda pretender ser el único válido en el espacio público de la democracia.

Mientras el nacionalismo vasco no entienda esto, y destierre todas sus referencias a la unicidad del sentimiento, al ser de aquí, a su exclusiva representatividad de la verdad del pueblo vasco, al valor del sentimiento por encima de las normas de convivencia, seguiremos necesitando aire fresco, el aire fresco de la democracia y de la libertad: para poder ser ciudadanos por encima de todo, para poder ser vascos como nos da la gana, para poder ser lo que nos dé la gana, y salir del ambiente viciado y asfixiante de la pregunta permanente de una identidad pura inexistente, imposible y peligrosa. Esto es lo que está en juego, por desgracia, todavía en estas elecciones.

jueves, 13 de enero de 2011

Anatomía de un instante. (7)


El general pudo verse a sí mismo en los guardias civiles que desafiaban su autoridad disparando sobre el hemiciclo, porque cuarenta y cinco años atrás él había desobedecido el imperativo genético de la disciplina y se había insubordinado contra el poder civil encarnado en un gobierno democrático; o dicho de otra manera: tal vez la furia del general Gutiérrez Mellado no estaba hecho únicamente de una furia visible contra unos guardias civiles rebeldes, sino también de una furia secreta contra sí mismo, y tal vez no sea del todo lícito entender su gesto de enfrentarse a los golpistas como el gesto extremo de contrición de un antiguo golpista.

Anatomía de un instante. (6)

De forma que cuando en los meses previos al 23 de febrero la embajada norteamericana en Madrid y la estación de la CIA empiezan a recibir noticias de la inminencia de un golpe de bisturí o de timón en la dmeocracia española, su reacción, más que favorable, es entusiasta, en particular la de su embajador Terence Todman, un diplomático ultraderechista que años atrás, como encargado de la política norteamericana en América latina, apoyó a fondo las dictaduras latinoamericanas, que ahora consigue que los dos únicos políticos españoles acogidos por el presidente Reagan en la Casa Blanca antes del golpe sean dos significados políticos franquistas en barbecho -Gonzalo Fernández de la Mora y Federico Silva Muñoz- y que el día 13 de febrero se reúne en una finca próxima a Logroño con el general Armada. No conocemos el contenido de esa reunión, pero hay hechos que demuestran sin lugar a dudas que el gobierno norteamericano estuvo informado del golpe antes de que ocurriera: desde el día 20 de febrero las bases militares de Torrejón, Rota, Morón y Zaragoza se hallaban en estado de alerta y buques de la VI Flota fueron situados en las cercanías del litoral mediterráneo, y a lo largo de la tarde y la noche del día 23 un avión AWACS de inteligencia electrónica perteneciente al 86 escuadrón de Comunicaciones desplegado en la base alemana de Ramstein sobrevoló la península con objeto de controlar el espacio radioeléctrico español. Estos detalles no se conocieron sino días o semanas o meses más tarde, pero en la misma noche del 23 de febrero, cuando el secretario de estado norteamericano, el general Alexander Haig, despachó una pregunta sobre lo que estaba sucediendo en España sin una palabra de condena del asalto al Congreso ni una palabra en favor de la democracia -el intento de golpe de estado no pasaba de ser para él "un asunto interno"-, nadie dejó de entender lo único que podía entenderse: que Estados Unidos aprobaba el golpe y que, si éste acababa triunfando, el gobierno norteamericano sería el primero en celebrarlo.

NO nacionalista en Catalunya

España S.A.


Albert Boadella en su blog.


Mi mujer me dice: ¿No puedes publicar algo en sentido positivo? Tiene toda la razón, y lo voy a intentar. Hace tiempo que le voy dando vueltas a la posibilidad de encontrar una solución definitiva al llamado “problema catalán” en la misma línea que “El balcón de la cultura” cuyo desarrollo ya fue planteado en este blog el viernes 14/VIII
Llevamos más de un siglo arrastrando una rémora reaccionaria y nadie ha sido capaz de ponerle punto final. El delirio regional corresponde todavía a un enquistamiento de la España negra en pleno siglo XXI La cuestión sigue siendo la misma: O se largan o se quedan con cara sonriente, pero esa monserga diaria es mortífera por su enorme pesadez y sobretodo por el desgaste que supone para la cimentación de los temas esenciales de ámbito nacional.
Modestamente me atrevo a plantear una posibilidad de arreglo en la misma modalidad que se hizo en su día comprando territorios a los turcos de Palestina con el fin de establecer algunos asentamientos judíos, sufragados entonces, por el magnate Rothschild. Se trataría de introducir un concepto mercantil parecido en el conjunto de hectáreas que forman el territorio español y de esta forma el problema podría solucionarse mediante un precio de mercado.
Para llevar a término la componenda proyectada hay que dejar de lado los romanticismos históricos y otras martingalas que impiden una visión pragmática del tema. Imaginemos por un momento que pertenecemos a una sociedad que se llama España S.A. con cuarenta millones de accionistas cuyo último contrato fue firmado en asamblea mayoritaria de socios a través de la Constitución de 1978 Habitamos todos una finca de la que poseemos idéntica participación, por lo tanto, si una comunidad de propietarios desea finalizar unilateralmente el contrato y quedarse con una parte del terreno, solo es cuestión de negociar el precio del metro cuadrado, así como la penalización por ruptura de contrato. Si la suma que percibe el resto de propietarios de la sociedad es considerada suficientemente sustanciosa, nada impide que los compradores se queden con la parte de la hacienda acordada y además pongan una valla.
Cuando cada uno de los españoles vendedores ingresen un buen puñado de euros como resultado de la operación financiera, no duden que todos saltarán de alegría y les importará un comino que Cataluña finalmente siga haciendo lo mismo que hace ahora con la lengua u otros inventos folklóricos. El hecho que se autoproclame nación o imperio feudal independiente, será incluso celebrado con grandes fastos con tal que deje de darnos la lata.
Aquí, el único problema que plantea mi solución mercantil es si los catalanes estarán de acuerdo en conseguir finalmente su independencia a cambio de tener que soltar la pasta, aunque solo se trate de 50 euros por cabeza. Veremos si el patriotismo se impone al hecho diferencial que tantos chistes ha inspirado.
En el peor de los casos, probarlo no cuesta nada y es mucho más sensato que cualquier referéndum de auto determinación que, a fin de cuentas, significa la posibilidad de romper el contrato unilateralmente y escabullirse de la sociedad con una parte del botín de todos.