miércoles, 28 de noviembre de 2012

Si perdiera la memoria ¡Qué pureza!


Félix de Azúa en El Periódico de Catalunya


Este verso de Pere Gimferrer, verso que fuera famoso entre los estudiantes de hace treinta años, me ha venido a la memoria (ahí está el punto) tras escuchar la curiosa anécdota que me contaba un colega del departamento. Póngase en su lugar. Hablamos de estudiantes de arquitectura de cuarto curso. Unos gañanes. El profesor describe la construcción de las ermitas románicas y su notable riqueza técnica, se detiene un momento en la ornamentación y da unas someras explicaciones sobre la simbología del pantocrátor que preside el ara con rigor cejijunto. Señala al Cristo fiero y los adláteres.
A la salida se le aproxima un muchacho que, llevado por la curiosidad, le pregunta: «Oye, el Cristo ese del que hablabas, será el de los cristianos, ¿no?» Mi amigo, habituado a la ingenuidad juvenil y a su inocencia en materia de conocimientos, confirma la suposición del chaval («¡Ah, me lo imaginaba!», añade el chico) y luego, como para completar el asunto, le pregunta: «¿Y ya sabes en qué siglo nació?» El estudiante duda unos momentos y luego, con abierta franqueza, responde: «No, no lo sé, ¿en el siglo VII?»
Lo conmovedor de esta escena, que no es la más sintomática que hemos vivido este año, no reside en la ignorancia del muchacho, la cual debe ser atribuida a sus profesores, a sus padres y por encima de todo a los sucesivos ministros de Educación, sino en la sublime paz interior que ostenta. En efecto, situar el nacimiento de Cristo más o menos siete siglos después de muerto me parece algo sensacional. ¡Librarse de una vez y para siempre de toda la tradición occidental! ¡Carecer de historia, de conciencia temporal, de pasado, de referencias, de modelos! Se entiende, claro, la necesidad imperiosa de estas criaturas, su obsesión por conseguir una identidad y a poder ser una identidad colectiva que haga de la vida un desarrollo del botellón.
Porque, en efecto, no hay mayor pureza que la que se alcanza con la anulación de la memoria tras el paso por los sucesivos mataderos estatales del conocimiento. Una pureza, por así decirlo, aria.

Lamento por Babel


Fernando Savater en El País.


Más de un cínico ha dicho que la mejor definición de "bien" es "un mal necesario". Y me temo que confirma este aserto desencantado el estruendoso entusiasmo que está oficialmente recomendado mostrar ante la diversidad de los lenguajes humanos. Lo que en la Biblia se presenta como maldición divina para castigar la pretensión humana (y humanista) de aunar a los hombres en Babel, o sea, en la tarea común de conquistar los cielos, es ahora visto como una bendición: cada lengua es una concepción del mundo irrepetible que multiplica nuestra riqueza de perspectivas, etcétera. En correspondencia, la extinción de cualquier lengua (es decir, que sus últimos hablantes elijan expresarse en otra de mayor extensión) es una grave pérdida cultural, equivalente a la desaparición de alguna porción específica de la biodiversidad natural. Penita pena.



Las ventajas de una lengua única para la comunicación me parecen indudables

Es el colmo de la autocomplacencia inútil felicitarnos por lo inevitable, y la pluralidad de las lenguas lo es: como el lenguaje no es una función natural, sino artificial, debe haber muchos. Pero si especulamos con lo más deseable, por una vez estoy de acuerdo con la Biblia. Las ventajas de una lengua única para la comunicación humana me parecen indudables, y sería estupendo que a ninguno nos faltaran palabras elocuentes ante ningún semejante en ninguna parte del mundo. En cuanto a la pérdida de supuestas concepciones del mundo inscritas en cada idioma, se compensarían de sobra con la posibilidad de conocer a fondo la perspectiva personal de cada gran pensador y cada gran poeta: me interesa más lo que piensa Shakespeare o Confucio que lo que se piensa anónimamente a través del inglés o del chino.

Los partidarios de Babel, empeñados en convencernos de que multiplicar las lenguas multiplica la riqueza cultural, deberían llegar hasta el final y admitir que lo mejor sería que cada uno tuviésemos nuestro propio lenguaje: el idiolecto, es decir, la lengua monocomprensible del perfecto idiota (en el sentido etimológico del término). Tampoco resultan convincentes quienes tratan de asemejar la desaparición de una lengua a la extinción de una especie biológica, porque ningún dinosaurio quiere ser abolido, pero en cambio sí hay hablantes que prefieren cambiar de idioma cuando el que tienen no les ofrece más que desventajas. Las lenguas no sufren por dejar de ser habladas, pero en cambio hay muchas personas que padecen si por razones de arqueología se les intenta mantener hablando la que menos les conviene...

Por supuesto, también añorar la lengua universal es perder el tiempo: lo más parecido que tenemos a ella es el inglés, pero no el de Marlowe o Dickens, sino el de la business school. En cuanto al esperanto, pese a su ingeniosa y racional construcción, no cabe sino certificar su fracaso. Sólo un indudable éxito se apuntó su creador, el industrioso doctor Zamenhof. A comienzos del pasado siglo, una empresa americana que se disponía a patentar la primera cámara fotográfica portátil le pidió un nombre para su producto que fuese igualmente eufónico en cualquier lengua. Y Zamenhof acuñó la única palabra de esperanto que todos hemos pronunciado alguna vez: kodak.

La absurda antipatía administrativa a una lengua


La opinión de Carlos Herrera.

Algunas autoridades autonómicas despliegan una extraña ojeriza contra el idioma castellano que resulta, como poco, de difícil explicación. Como si el idioma fuese, por sí solo, culpable de alguno de los males que supuestamente han pasado en su imaginario personal, en determinadas comunidades autónomas se ha desplegado concienzudamente un estado oficial de antipatía administrativa por el idioma común. La reciente Ley de Educación aprobada en Cataluña corrobora lo antedicho. La política educativa del Gobierno balear, más o menos por el estilo. El desalojado Gobierno gallego anterior a la victoria de Núñez Feijoó, tres cuartos de lo mismo. Siempre con el PSOE de por medio, por cierto. El mismo PSOE, en cambio –mediante un pacto con el PP, evidentemente–, es el que en la Comunidad Autónoma Vasca ha equilibrado el ansia exterminadora del PNV y sus mariachis y ha garantizado una enseñanza en equilibrio. En las calles de Barcelona, Palma o Santiago se habla castellano con absoluta normalidad, se alterna esta lengua con la que se considera propia –todas ellas muy similares– y se crea un espacio común de convivencia que la ciudadanía desarrolla con perfecta normalidad desde hace tantos años como existe el habla. ¿Por qué ese empeño, pues, en estigmatizar el uso de una lengua que es propia desde el momento que es usada por, al menos, la mitad de la población?

La lectura de las principales disposiciones de la ley catalana sorprende por su contumacia en disponer del catalán en todos los ámbitos de la vida estudiantil. Resulta esperanzador tan sólo que la enseñanza del castellano sea impartida en castellano, que a punto estuvieron de evitarlo; el inglés, parece, tendrá el mismo o mayor número de horas a la semana. Las autoridades catalanas entienden que los niños llegan al colegio con el castellano aprendido de casa: «Eso ya lo hablas con tu papá, nene, que es de Badajoz y así lo aprendes tranquilamente». En la escuela se vigilará que todo, absolutamente todo, sea en catalán. Comprensible que se pretenda que el uso del catalán, de considerarse tan mayoritario como único en un futuro, se corresponda con un dominio absoluto por parte de los hombres y las mujeres del mañana, pero ¿hasta el punto de inculcar al alumnado una especie de menosprecio institucional por una lengua que tendrán que utilizar con más frecuencia de la deseable para las autoridades? ¿O creen de verdad que lo que espera dentro de cien años es una arcadia aparte en la que catalanes y baleares no tengan que relacionarse en absoluto con el resto de los españoles? ¿Tal vez esperan que sus negocios con los aragoneses se realicen en inglés?

Batallar contra el castellano es una labor absurda: guste más o menos, su salud y vigor social están en expansión. Se entienden prioridades idiomáticas, incluso el uso vehicular de una lengua por encima de la otra –castellano, gallego y catalán son tan semejantes que pasar de una a otra no debe suponer ningún sacrificio lingüístico–, pero inculcar ojerizas normativas sólo lleva a sus impulsores al ridículo. La gente, lo admita con más o menos disgusto, hablará lo que quiera, aunque el uso de un idioma concreto sea imprescindible para relacionarse con la Administración. Y lo hará por muchos comisarios que le pongan sobre el hombro. Sólo que no dotarán a varias generaciones de ciudadanos de un arma estratégica de primer orden: hablar castellano tan sumamente bien como hablan gallego, vasco o catalán. Los jóvenes que viven en esas comunidades deben hablar esos idiomas a la perfección –no encontrarán en este articulista a alguien que crea menor el conocimiento de esas lenguas, antes al contrario–, pero no es bueno que vayan a conocer el castellano a través de Gran Hermano o de Operación Triunfo. Los odios a los idiomas se pagan muy caros a largo plazo. Díganmelo a mí, que no sé escribir bien el catalán debido a que, en mi edad de escuela, también lo aprendí en la calle.

Diminutivos


Sabino Méndez en La Razón.


Los impacientes poderes económicos que mandan mi vida me dicen que ya está bien de jugar la carta de corresponsal para pegarme unas vacaciones en Galicia y me veo obligado a despedirme de la región. Echaré particularmente de menos a un nuevo amigo que he hecho: un gallego de ida y vuelta que trabajó de sereno cerca del Congreso el 23-F.
Este hombre estaba presente, en efecto, el día en que esa respetable institución fue escandalosamente asaltada pero habla de ello como de una ocasión fuertemente jocosa. Eso me hace pensar que desprecia a los diputados y a la democracia en general, pero él me corrige. Respeta a la democracia, dice, porque es el sistema menos malo que hemos encontrado para que unos hombres ejerzan su dominio sobre otros. Pero intenta hacerme comprender que la democracia es un sistema y nuestros congresistas lo que son es humanos. Y no se puede comparar, ni poner al mismo nivel, ni tratar con los mismos métodos de análisis a un sistema abstracto que a seres humanos concretos. Le comento que eso que dice es epistemología pura. Me replica que de nuevas tecnologías no entiende pero que actualmente nuestra política es un lugar dónde se encuentra lo mejor y lo peor: hay gente sacrificadísima de enorme talento y, a la vez, trepas repugnantes que sólo buscan montárselo. En la política española, como en su revuelto mar de Finisterre, sólo la hez y la crema flotan mientras que el esforzado resto se pierde por los fondos.
Este hombre que, a sus casi ochenta años, afronta aún el mundo con vigor y combatividad, lo que verdaderamente desprecia es el uso zumbón de los diminutivos para designar a los gallegos. Le parece que eso se hace para empequeñecerlos, para disminuir su valía. Y cree que eso no es jugar limpio. Porque al final, dice, los gallegos terminan siempre mandando y todos los demás obedecen.

sábado, 10 de noviembre de 2012

martes, 6 de noviembre de 2012

La triste verdad catalana

José García Domínguez en Libertad Digital.

A propósito del muy tedioso asunto de las lenguas propias e impropias de Cataluña, hay una evidencia que no puede seguir negándose por más tiempo: la complicidad activa de la sociedad local ante la fulminante expulsión del español de la vida pública. A estas alturas del delirio colectivo, iría siendo hora ya de olvidar la fantasía pueril que aún pretende a una mayoría de catalanes buenos oprimidos y amordazados por una siniestra y todopoderosa elite de nacionalistas malos.

Así, desde la honestidad intelectual, no cabe seguir esgrimiendo, por ejemplo, que los enunciados críticos de los disidentes resultan censurados antes de poder llegar a sus cándidos y "alienados" destinatarios últimos. Eso, simplemente, no es cierto. Sí llegan. Claro que sí. Un notable grupo de intelectuales y periodistas indígenas lleva años difundiendo razonamientos contrarios al obsesivo acoso institucional contra el y lo español en Cataluña. Resultado: en el mejor de los casos, fría indiferencia; en el más frecuente y habitual, hostilidad abierta, repulsa activa y rechazo manifiesto, cuando no violencia latente. Es peor que sórdido, pero es la verdad.

Ahora, con esa solución final para el idioma apestado que han dado en llamar Ley de Educación de Cataluña, ha vuelto a constatarse lo mil veces sabido: las muestras de repudio frente al integrismo gramático siguen siendo estrictamente testimoniales, poco más que marginales; al punto de que ni siquiera pierde excesivo tiempo con la cuestión esa pasarela de jóvenes sobradamente arribistas que se coló en Ciudadanos con tal de hacer carrera donde fuera, como fuera y con quien fuera. Y pensar que basta con entender apenas un párrafo de Argumentos para el bilingüismo, el libro de Jesús Royo Arpón, para descifrar de golpe las claves todas del nada misterioso enigma catalán:

[A mediados del siglo XIX] La lengua, que estaba en las últimas y a punto de ser abandonada como un trasto inútil, de repente se tornó muy útil: funcionó como marca diferencial entre los nativos y los forasteros. Y eso, evidentemente, tenía consecuencias en cuanto al reparto de los bienes sociales, o sea, del poder (...) Los que tienen el catalán como lengua materna lo valoran como una marca entre ‘nosotros’ y ‘ellos’. Y el inmigrante lo valora aún más, como el medio para ascender un peldaño en la escala social.

Y es que la verdad resulta tan míseramente simple como eso.

Morriña


La opinión de Sabino Méndez en La Razón.

Comentábamos la semana pasada como, ya hace años, el escritor Julio Camba se quejaba de que a los gallegos como él se les suponía de antemano un carácter triste y taciturno. Un gallego alegre que tuviera algo de amor propio se veía obligado, pues, a pasarse la vida demostrando sus capacidades humorísticas mientras que un andaluz espabilado de la misma talla y peso, por el mero hecho de hablar aspirando las eses, obtenía el beneficio de ser considerado ya de entrada de un gracejo tronchante. Eso no lo veía justo y, ahora que estoy en esta región, a mí tampoco me lo parece. Pero entiendo que ese tópico no es más que otra de las excusas prefabricadas para perpetuar el eterno conflicto territorial de nuestra península. Esos estereotipos tienen varias caras. Según se les quiera tratar bien o mal, los gallegos serán tristes o reflexivos, los catalanes ahorradores o tacaños, los vascos nobles o brutos, los castellanos austeros o crueles, los andaluces alegres o vagos.
¿En serio queda alguien que todavía se crea estas memeces? Porque luego resulta que llorones, vagos, avaros, brutos y crueles encontramos en la misma exacta proporción por todas partes de la península. El conflicto territorial si sigue eternamente es porque las élites de la provincia necesitan colocar a los hijos en puestos bien pagados aunque no hagan gran cosa o su nivel sea discutible. La excusa será cualquiera: a veces la lengua, el agua, los incendios forestales, los tópicos de los que estamos hablando o lo que sea. Lo importante es que el conflicto territorial entre regiones siga, no vayan a derrumbarse un montón de puestos de trabajo financiados con dinero público: toda una industria retórica basada en convencer al crédulo de que los locales lo defenderán mejor. Y ese derrumbe sí que iba a provocar una gran morriña en muchas cuentas corrientes particulares.