lunes, 15 de octubre de 2012

Pijoaparte


Jon Juaristi en ABC.

No hay, en la literatura española contemporánea, un personaje más redondo y logrado que el Pijoaparte, y Marsé se merecía el Cervantes y la inmortalidad por sólo esa novela, Últimas tardes con Teresa, de 1966, que es el gran retrato de la España progresada del desarrollismo y del declive de la dictadura franquista, vislumbrada a través del prisma barcelonés: ficción picaresca y cervantina que sacó todo el partido posible, y más, de uno de los estereotipos aurorales del realismo histórico, el Julien Sorel, de Stendhal. Javier Cercas compara a Adolfo Suárez con Sorel en su última novela, Anatomía de un instante, pero el símil no es ni la mitad de convincente que la reconstrucción tácita del modelo por Marsé, y es que la época ayudaba, porque en los sesenta España estaba llena de réplicas de Sorel, pero ningún otro novelista tuvo el genio suficiente para elevarlo a símbolo traspasando la mera parodia, que es lo que Cervantes hizo con don Quijote, porque parodias del hidalgo con ínfulas caballerescas ya las había a manta desde antes del Lazarillo, y hacer de Suárez un Sorel no dice nada nuevo de un tiempo y de un país en los que todos fuimos Julien Sorel, pero tuvo que llegar Marsé a contárnoslo para que nos diéramos cuenta.
El arquetipo estaba ahí, a la vista, en la vida cotidiana de la gran ciudad, y no pasaba desapercibido a los novelistas. Mucho menos, a los poetas comprometidos del entorno de Marsé, como Gil de Biedma, que, tras evocar a los chicos murcianos de Montjuic, expresa su deseo de que ganen la guerra civil que sus padres perdieron: «Sean ellos sin más preparación/ que su instinto de vida/ más fuertes al final que el patrón que les paga/ y que el saltataullels que les desprecia./ Que la ciudad les pertenezca un día./ Como les pertenece esta montaña,/ este despedazado anfiteatro/ de las nostalgias de una burguesía». Moralidades es también de 1966, como la novela de Marsé, pero ya nueve años antes, Pasolini, en Le ceneri de Gramsci, había cantado en términos muy parecidos a los muchachos romanos que «hacen a Italia suya, con su sonrisa dialectal», que no encubre memoria alguna, sino el impulso del sexo junto al «cinismo más verdadero» y «la más verdadera pasión». Cualquiera de ellos podía ser Pijoaparte, pero los poetas de izquierda se recreaban en el tópico, en el mito de la barbarie redentora que ya habían ensayado los románticos, edulcorado con alguna delicuescencia erótica en los casos de homosexuales implícitos o explícitos como Gil de Biedma y Pasolini. Para ellos, la realidad se les ofrecía ya literariamente formada, como un mito («in essi, inermi, per essi/ il mito rinasce...»). No había atisbo alguno de indagación, ni siquiera de interés en las vidas individuales, ya fueran éstas las de los idealizados efebos del subproletariado o la de la prima Montse, que acababa fugándose con uno de aquellos randas. Y eso precisamente era lo que Marsé descubría, lo irrepetible de cada oscura historia, que quizá fueran ejemplares, pero nunca tópicas.
De ahí que Pijoaparte haya resistido el paso de los años, mientras que los arquetipos de la poesía comprometida, los jóvenes bárbaros sin patria y sin cultura que acampaban en las afueras de la ciudad burguesa, fueron disciplinadamente encuadrados por un nacionalismo que se jactaba, y con razón, de poder fabricar etnia a partir de cualquier materia prima, más maleable cuanto más desarraigada. En cambio, la vida que refleja el espejo móvil de la gran novela, por muy universal que sea el horizonte a que apunta su pretensión moral, jamás se somete a conformismos gregarios.

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