jueves, 5 de noviembre de 2009

Proteger al que enseña


Gabriel Albiac en ABC

EN el que es para mí su más acabado relato, pone Jorge Luis Borges a su Paracelso en presencia del joven Grisebach, que aspira a ser aceptado como su discípulo. Reticente, el viejo sabio deja que exponga sus motivos. Grisebach habla con respeto e inteligencia. Paracelso mantiene su distancia, sin embargo. Tal vez le inquieta el ímpetu excesivo de este que quiere ser aprendiz suyo: pero un aprendiz no habla; y, menos aún, pregunta; y, en ningún caso, exige nada a su maestro. El joven tiende una bolsa de oro. Y formula su propósito: «Es fama que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera». Paracelso lo mira, desolado. El lector percibe un vidrio infranqueable entre ambos. Grisebach busca romperlo: toma de la mesa la rosa que trajo consigo, la arroja al fuego, al poco no es más que ceniza. El maestro le devuelve su dinero y lo despide. La puerta se cierra. «Paracelso», escribe Borges, «se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió».
Enseñanza autoritaria es pleonasmo. Habla el maestro. Sus palabras se perderían en lo inútil, si discípulo y maestro estuvieran en igual plano. Aprender es posible sólo cuando alguien -el que sabe- ocupa un lugar simbólico cuya preeminencia el otro -el que aprende- respeta, aun antes de que una palabra sea dicha. Sin esa cesión, no hay saber ni maestría que puedan ser transmitidos. Son las reglas de un juego en el cual cada sociedad se juega su ser. Sin la autoridad del que sabe ante el que aprende, ningún patrimonio anímico es transmisible. Durante siglos, la garantía de lo sagrado fue respaldo de tal continuidad de saberes, esto es, de autoridades. San Agustín, en De Magistro, daba razón de ello: ¿por qué aceptar la voz del maestro, si no es porque a través de él habla algo que es en sí mismo sagrado? «Al que escucha, si las sintió y presenció, mis palabras no le enseñan nada, sino que él reconoce la verdad por las imágenes que lleva en sí mismo; pero, si no las ha sentido, ¿quién no verá que él, más que aprender, da fe a las palabras? Cuando se trata de lo que captamos con la mente, es decir, con el entendimiento y la razón, hablamos de lo que vemos presente en la luz interior de la verdad, con que está iluminado y goza el llamado hombre interior; pero entonces, también el que nos oye, si él mismo ve con una mirada simple y secreta esas cosas, conoce lo que yo digo en virtud de su contemplación, no por mis palabras. Luego tampoco a éste, que ve cosas verdaderas, le enseño yo algo diciéndole la verdad, pues aprende, no por mis palabras, sino por las mismas cosas que Dios le muestra interiormente; por lo tanto, si le preguntase sobre estas cosas, también él podría responder. ¿Y hay nada más absurdo que pensar que le enseño con mi locución, cuando podía, preguntado, exponer las mismas cosas antes de que yo le hablase».
¿Qué autoridad queda al maestro, cuando la reverencia debida a su metafísico vicariato de lo divino no posee ya subsuelo de creencia en el que enraizar? Es duro responder que no hemos hallado nada con lo cual suplir aquel altar de lo sagrado que, tras la huida de los dioses que cantara Hölderlin, hizo del magisterio oficio en nada superior al de los lacayos. ¿Por qué respetar a ese pobre diablo mal pagado, en cuya función nadie cree, el Estado menos que nadie? Bien está que, al menos, la administración lo proteja de palos y humillaciones. Pero el maestro ha muerto.

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