sábado, 17 de octubre de 2009

El pagafantas


Ignacio Camacho en ABC


EL pagafantas es un tipo que se pasa la vida tratando de comprar favores para que le quieran. El pagafantas quisiera ser un seductor, pero se queda en un amigo obsequioso en el que las chicas más prácticas confían para que las saque de apuros. El pagafantas siempre está dispuesto a sufragar, como su propio nombre indica, los caprichos de su objeto de deseo, pero el cortejo suele acabar con una cortés sonrisa de agradecimiento. El pagafantas, no obstante, es inasequible al desaliento porque pagar las fantas forma parte de su manera de ser y es el modo que tiene de engañarse a sí mismo y creerse imprescindible.

Zapatero es un típico pagafantas, con la nefasta particularidad de que no paga las fantas con su propio dinero. Va por la política repartiendo mercedes con las que trata de obtener simpatías, prestigio, relaciones, pactos y, en última instancia, votos, y todo el mundo sabe que para obtener cariño siempre tiene dispuesta una chequera que considera inagotable porque ha descubierto que el déficit posee la propiedad aparentemente milagrosa de allanar voluntades. En España ofrece regalos y cheques a los sindicatos, a los cineastas, a los banqueros en apuros, a los escolares, a los papás de bebés recién nacidos y sobre todo a los nacionalistas, que son su pasión incomprendida, su amor inestable, antojadizo y tarambana. En el extranjero abona las cuentas de la Alianza de Civilizaciones, alquila sillas de favor en las cumbres, reparte fondos de cooperación, restaura castillos italianos y dona cúpulas a la ONU. Para su esplendidez no existe la crisis, ni el aprieto, ni la bancarrota; es capaz de cualquier cosa por una sonrisa, por una palmada, por un halago, por un abrazo agradecido o por un sitio preferente en una foto.

Pero donde el pagafantas despliega su pagafantismo más generoso es en la política autonómica. Preso de verdadera ansiedad por el cariño de los nacionalistas, y muy en particular de los catalanes, abre el bolsillo con una largueza dispendiosa. Su permanente disposición para hacerse cargo de cualquier factura se ha convertido en legendaria entre esa clase de políticos manirrotos a los que ningún gasto parece nunca suficiente. Todos han descubierto que el secreto de su prodigalidad consiste en no entregársele del todo, en mantener la expectativa de una seducción inalcanzable; lo exprimen, lo sablean, lo parasitan y finalmente lo chulean. El pagafantas siempre está ahí para recoger la factura, para plegarse a cualquier exigencia, para financiar aunque sea a débito cualquier pretensión a cambio de la vaga promesa de un aserto. Jamás tiene un no, ni siquiera un pero; con tal de hacerse querer es capaz de entrampar hasta las cejas a un Estado al borde la quiebra.

El pagafantas es una ruina, un agujero sin fondo, pero le da igual: vendería -y de hecho vende- hasta lo que no tiene para mantener la remota esperanza de ser amado.

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